El ático

El Ático (Portada)
Compartir en

No era para él, pero no tenía otra opción. Si había algo que Ignacio Yabrán jamás había soñado en su vida, era con ser vendedor de inmobiliario; mucho menos demostrar que estaba hecho para el puesto: porque no lo estaba. 

Pero no tenía otra opción. 

Perdió la cuenta de la cantidad de carreras que dejó por el mismo motivo, de modo que no estaba de humor (mucho menos contaba con la estima necesaria) para iniciar una nueva. Al menos en lo que quedaba del año. Mañana nunca se sabe. Su hermana tuvo que hacer milagros para convencer a su jefa de que le diera una chance, cuando había miles de postulantes en la nómina con aptitudes de hacerlo mil veces mejor que él. Y de no haber sido nombrada empleada del mes tres veces seguidas, ni se hubiera tocado el tema. El lugar que debía presentar quedaba en las afueras de Morón, en lo que simulaba como un espacio abierto, espacioso…afectado por la desertización pero que daba para instalar más de una alberca y uno que otro trampolín de altura notable. El césped (carente de vida) le recordaba cuando jugó God of War 3, el espartano Kratos le rompía el cuello a la diosa Hera de un solo apretón de dedos, provocando la extinción de todo cuanto brotase de la tierra; y por más que estaba nublado y sin un solo rayo de sol, el gran índice de humedad daba a predecir que no estaba ni cerca de ponerse a llover. 

Por lo vieja que era la casa –más que una finca parecía un centro de refugiados, a la espera de ser tomado por los okupas– y la cantidad innúmera de años que tenía, le extrañaba que hubiese alguien interesado en poner un pie en su interior. Mucho menos vivir allí. Aunque el precio fuese bajo. Por la condición del tejado, Yabrán (a quien siempre confundían con “Beltrán”) suponía que acabaría sepultado bajo el techo caído, sin posibilidad remota de que su cuerpo fuese encontrado. Hacía más frío adentro que afuera, y la única fuente de calor disponible provenía de la chimenea, junto a un par de cornamentas de alce acurrucadas a un costado. Quien quiera haya sido dueño del lugar, sin duda se quedó viviendo en el siglo pasado, decía Ignacio mientras contemplaba las decenas de miles de telarañas grisáceas que impregnaban todo cuanto tuviese una pizca de valor sentimental. 

La cocina –por suerte– estaba limpia y el aire que entraba por la ventana le daba cierto toque de armonía y encanto. No había comida, cubiertos, servilletas o platos, nada más una breve nota en medio de la mesa con su nombre grabado en la parte del medio. La leyó minuciosamente: 

Estimado Beltrán:

De parte de nuestro convenio con los legítimos compradores del lote 508, puesto en venta el día 5/7/1977, vendido el día 30/3/2019, se procede a cederle a usted la responsabilidad de su correcta presentación e introducción a los clientes, en pos de concluir en la venta del mismo. 

Siendo esta su primera ocasión, y en vista de las recomendaciones de parte de su hermana, Yolena Yabrán, Jefa de Planta para el sector de Administración y Finanzas, nuestra inmobiliaria accede a garantizarle un puesto permanente, en base al resultado de dicha negociación.

En pos de no concretarse la transacción, nuestra sucursal no se hará cargo, o asumirá responsabilidad alguna por futuros inconvenientes de parte del comprador, o cualquier otro organismo privado y/o público.

En señal de llevar a cabo el proceso de forma exitosa, le trasmito mis mejores deseos, y la mayor de las suertes.

PD: Pase lo que pase, no importa lo que haga u oiga, por favor absténgase de subir al ático.

Atte.

Miranda Lake – Supervisora General Mansell & Asoc.

Si algo le faltaba para alegrar su día era reírse; no de lo pésimo de la nota, sino de la completa hipocresía, y falta de ingenio, de parte de los lamebotas de las agencias inmobiliarias. Apuesto que siquiera cobran tan bien como quisieran, se decía a sí mismo a la vez que ideaba cómo responder a la esquela. Por su cabeza pasaban millón y medio de maneras y ejemplos. El más ingenioso fue el siguiente: 

Estimada Miranda:

Acabo de leer su carta. No se preocupe que sé muy bien lo que tengo que hacer. Le aseguro no se va a arrepentir. En todos mis años de romperme el lomo, fatídica, y despóticamente, si hay algo que pude destacar es mi talento innato para la venta de chozas insalubres, fabricadas mucho antes que las Brujas de Salem. Puede estar segura de que la van a adorar. 

Hasta me van a suplicar que se las regale. En una que otra. 

“Responsabilidad” y “compromiso” son mi segundo nombre. Dado que el negocio, al final del día, va a acabar siendo un “Negoción”. Apenas se concrete la llamo directamente. No de mi celular porque ando con poca batería, y tampoco tengo su número. Así que…

Qué se yo. 

PD: No importa lo que pase, no importa lo que oiga, lo que le digan, absténgase de mirarme por debajo de la cintura; al menos que busque experimentar los beneficios exuberantes del término: “Placer insaciable”. 

De eso tampoco se va a arrepentir.

Atte. 

Firma: “Tú sabes quién” 

Arrugó la primera carta y la reemplazó por la segunda, lamió la tapa hasta cerrarla, y la dejó en el mismo lugar que antes a que la agarrase el primer papanatas que fuese. Con solo pensar en la expresión de su cara tras leer el contenido ya le provocaba una risa irrefrenable. Como faltaban tres horas para que llegasen los posibles inquilinos, buscó el primer sillón suavecillo que hubo, se lanzó de espalda (los pies uno sobre el otro y las manos tras la nuca) y se puso a roncar como vaca engripada. Para variar, el olor de la arcilla que caía del techo le irritaba las fosas nasales. Debió correr cerca de media hora (más o menos) para darse cuenta de que tales brotes se debían a que algo (o alguien) caminaba por encima de su cabeza. 

Proveniente del mismo sitio al que, le advirtieron, no debía dirigirse…

<<Al menos que esté esperando un final desagradable…una muerte inesperada, así como espantosa…el susto de su vida, bla, bla, etcétera etcétera, por favor no suba al desván>>, hubiese quedado mejor así.

Más original, se hacía el vivaracho. Pero como no podía vender una casa-casucha bajo la remota convicción de que un vagabundo salido de Ezeiza –póngale uno– apareciera de la nada, descalzo, para no hacer ruido con los pies, a hurtadillas con puñal en mano, a base del mango de un cepillo de dientes repleto de caries, no tuvo de otra que saltearse el reglamento, e ir a inspeccionar. Ya con pisar los escalones de madera y oírlos resquebrajar, sentía que se iba a desmoronar mucho antes de alcanzar la cima de la colina. Pensaba más en la cantidad de veces que les pasaron las termitas dejando sus recuerdillos. Era un milagro que, en la pared central, figuraba un pequeño conducto por el que entraba tanto la luz del sol como el aire de afuera: 

Sujeto: “X”

Nacimiento: xx/xx/xxxx

Defunción: xx/xx/xxxx

Causa de muerte: Asfixia en detrimento de un espacio cerrado con escasa capacidad visual. O nula. 

Se imaginaba lo que pondría el forense en su expediente post-mortem, aunque no de forma tan creativa. Mucho, igual, no había para ver. Nada más unos muebles viejos, un pequeño guardarropa, una serie de sillones que (o hubiese pensado) databan del XVIII, una pequeña mesada con elementos cartográficos, tapada por una sábana cubierta de polvo, y un robusto, bien estirado retrato antiguo; tapado de la misma forma –mismo objeto–, pero del que supo enseguida: se trataba de una persona.

Tapándose la nariz para que no le diera un brote de alergia, quitó la manta y quedó perplejo con lo que vio. La imagen de un caballero mayor (bastante mayor) con uniforme militar, los ojos marrón café, atrapantes, el pelo encanecido de modo que le recorría de una oreja a otra, desnudando su cabeza; el resto del rostro igual de arrugado que su nariz puntiaguda. La misma edad que él debía tener el cuadro, ya que le cubrían años y años de suciedad, hongos, musgos, y ni un solo trapo con lavandina. Lo que si se veía era el nombre del sujeto grabado en la parte inferior por sobre cobre moldeado.

Tratábase de: Helmut Johann Kröennen. Alemán. 

Por semejante aspecto, daba a pensar que nació el mismo año que Hitler, pero que murió mucho después. 

<<Menos averigua Dios, y perdona>>, hubiese creído uno. 

–Viejo comemierda –respondió Yabrán del mismo modo. Y tapó nuevamente el cuadro.

Repentinamente sintió que le bajaba la presión, y en los próximos instantes empezó a sentirse mareado, con la vista borroneada…como si fuera a desmayarse al ritmo del tic-tac-tic-tac del pesado reloj. Experimentó un zumbido que pasó a tornarse en un fuerte pinchazo (como si le hubiesen penetrado el oído con una pistola de clavos), hasta que ya no tuvo idea de dónde demonios estaba. Perdió el reconocimiento. Lo que sí, el miedo y la angustia se apoderaron de él por completo; al tiempo que, cada aparejo, cada pendiente, cada uno de los objetos que para él –excepto, posiblemente, en el Mercado de Pulgas–, carecían de algún valor, poco a poco empezaron a moverse. Y a mutar. La realidad, lentamente, empezaba a distorsionarse. Y no de la forma que hubiese pensado.El áticose tornó en contra suya. 

Oyó unas risas por encima de su cabeza…tan solo unos cuantos retratos de gente irreconocible, riéndose a carcajadas por su estado <<lamentable>> Se retorcía por el suelo con la espalda aferrada a la pared…ese pinchazo le hizo perder la sensibilidad en las piernas. Una de esas figuras extendió los brazos hacia donde él, salvo que, para el momento que salieron del cuadro (como un portal hacia otra dimensión), lo único que sintió Ignacio fue el áspero apretón de un par de manos esqueléticas, sin intención alguna de ayudarlo a pararse. Más bien para evitar que se moviera de allí. La mecedora frente a él comenzó a balancearse hasta el grado que se elevó unos cinco metros al techo, dando lugar a una larga, gruesa, escamosa cola de serpiente cascabel: en lugar de este, una punta afilada, rígida, centellante, como el sable ondulado de un granadero. 

Ignacio logró soltarse mucho antes de que acabase perforándole el esternón; el planisferio del fondo (del tamaño y la forma de una pera gigante) empezó a girar como el timón de una nave, excepto que, cuanto más rápido iba, velozmente perdía color…hasta adoptar el de un vivo enjambre de moscas: dejaron el nido y zumbaron alrededor de Ignacio sellándole el paso. El único grito que salió de su boca no fue del espanto, sino del dolor que sintió cuando esa punta afilada acabó perforándole la nalga derecha. Recordó aquella tarde que puso Anaconda por enésima vez en Cinecanal. Como su padre y su tío eran fans de Jon Voight… Las manos esqueléticas lo volvieron a sujetar, arrastrándose hacia atrás para no ser mordido, arañado, pisoteado por las patas, pinzas y dientes del cajón de utensilios de cocina: idénticos a los de un cangrejo

Ahora sí que estaba atrapado, y ni siquiera Dios acudiría en su ayuda. El resto de los artefactos poseídos parecían volver a su lugar y adoptar forma original. La manta que cubría el cuadro del nazi decrépito, lentamente lo dejaba a descubierto. Ignacio sufría alucinaciones y no sentía ni la punta de la lengua: había sido envenenado. La figura ancestral de Helmut Johann Kröennen cobró vida propia, y a diferencia de los demás colgantes, éste cruzó por el portal en cuerpo completo, revelando la forma de un sargento mayor de la SS (lo poco que quedaba). Carente del habla, pero con oídos y vista bien refinados –y ni hablar del olfato–, Yabrán contempló cómo posaba ante él, lo miraba fijamente, con el rostro de Asmodeo, suscitando un par de cosas al tiempo que brotaban larvas, lombrices y toda clase de alimañas de su pútrida boca…

–¿Viejo comemierda? –repitió lo que le dijo minutos atrás. Obviamente no hubo respuesta– Mierda…te voy a hacer comer a vos, der Hurensohn.

Y del ropero del fondo unas largas, viscosas, ondulantes extremidades brotaron y centraron por donde Kröennen señalaba: su dedo índice en la helada frente de Ignacio. 

Y para cuando el Ático se llenó de sombras no hubo nada, salvo silencio. 

* * *

Tres horas después. Media hora llevaban tocando el timbre los futuros inquilinos. La puerta se abrió como por arte de magia permitiéndoles ingresar. El sitio está en perfectas condiciones. Mejor que la primera vez. Preguntaron por el vendedor. No hubo respuesta. Veloz como un rayo se cerró la puerta detrás de ellos, provocándoles un susto bárbaro. La mujer del comprador tiró un vaso de agua al piso mientras le vibraba el pecho por cómo le latía el corazón. 

–Bienvenidos –dijo Ignacio tranquilamente. Se apareció Ignacio sobre la escalera que llevaba derecho al ático de la finca. 

Hubiesen jurado ambos que una polilla del tamaño de un colibrí salió volando de su boca

–Síganme por favor. Tenemos mucho que ver.

Germán Guillermo Nonell
Germán Guillermo Nonell

Tengo 24 años, soy de Vicente López, Provincia de Buenos Aires. Bachiller Universitario en Periodismo por la Universidad de Palermo. Además de periodista soy escritor, actor, redactor SEO especializado en espectáculo, cultura e interés general. Me considero un amante clásico de los videojuegos y mis escritores preferidos son J.K. Rowling y Stephen King.

suscribite a nuestra
newsletter