Juan y los ocho

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- ¡Viejo! Llamaron a los chicos, vienen todos.

La voz de su mujer lo sacó de su ensoñación. Tentando por el calorcito que el sol de invierno emanaba, se había dispuesto a hacer una siesta matutina, en el patio de su casa. 

Disfrutaba mucho de esas mañanas, en las que podía sentarse en su reposera, posar sus pies arrugados en el pasto, tomar unos mates, y escuchar de lejos el sonido de la máquina de coser en funcionamiento de su señora, que lo relajaba hasta dejarlo dormido. 

Después de tantos años trabajados, sentía satisfacción y orgullo cuando se permitía gozar de su tiempo, su hogar y todo lo que habían construido con Jose, su esposa. Experimentaba esa sensación dulce de éxito, al confirmar, que ya entrado en edad, siempre había sido un hombre de bien. 

- ¡Juan! ¿Me escuchaste? ¡Vienen todos! 

- Sí Jose, ¿todos juntos?- respondió todavía un poco dormido. 

- ¡Todos! El vuelo de las chicas llega al mediodía, las pasan a buscar por el aeropuerto y se vienen para acá.   

- ¡Qué alegría! Los tenemos que esperar con algo rico para comer. 

- Sí, vos anda yendo para la carnicería, que yo empiezo a prender el fuego.

Juan se calzó, se puso su boina de paño gris a cuadros, que combinaba con sus pantalones oscuros y se encaminó a la puerta. Cuando “la gringa” impartía indicaciones, las seguía sin chistar. Salió y se alegró de no necesitar más abrigo que el chaleco de lana marrón que traía puesto, por encima de su camisa rayada preferida. Casualmente la había elegido esa mañana, sin saber que el día se convertiría en uno especial. 

Tomó el mismo camino de siempre, conocía ese barrio de memoria. Y el barrio lo conocía muy bien a él también. “Juan, el de la coca”, le decían, después de haber repartido esa bebida tan famosa durante décadas. Cuando transitaba, su porte alto y parco, impartía respeto, pero su sonrisa dulce y sus ojos luminosos lo convertían en un “viejito adorable”. Saludaba sólo con un cálido “buenos días”, a todo vecino que se cruzaba, dejando entrever su timidez, cualidad que muchos de los suyos habían heredado.  

La carnicería era tan parte del barrio como él. Ale, su dueño, había crecido en ella y seguía manteniendo el legado de su padre y abuelo. En el gran salón se podían observar fotografías familiares, que se mezclaban con otras de “famosos” del lugar. Sólo la atendían Ale y sus hijos, y eran conocidos por traer la mejor carne de la ciudad. 

- Don Juan, ¿cómo anda hoy?- lo saludó Ale con su simpatía característica. 

- Hola Ale, buenos días. Muy bien, hoy tenemos invitados a comer.- respondió y en sus ojos se pudo vislumbrar alegría.

- ¡Nada como la mesa completa! - completó el carnicero. 

- Así es, tener a los nuestros juntos, es algo difícil de lograr. Usted sabe cómo es, cada uno con sus responsabilidades. 

- ¡Ni me lo diga! Yo tengo que planear un almuerzo por lo menos con un mes de anticipación, para que puedan venir todos. ¿Qué le doy hoy Don Juan? 

- Vamos a hacer un asadito con Jose, los comensales son muy especiales. 

- Le preparo lo de siempre entonces, el matambrito que tengo, está para chuparse los dedos. ¿Para cuantas personas?- consultó Ale. 

- Hoy somos diez, vienen mis nietos a comer. - contestó Juan.

- Un “bandón”. No sabía que tenía tantos nietos. 

- Así es, cinco nenas y tres nenes. Todos grandes ya, pero para mí siguen siendo “mis niños”.- dijo y se llevó una mano al pecho, justo del lado del corazón.

- Y sí los nietos nunca crecen para los abuelos. 

- Yo los sigo viendo como cuando se pasaban las tardes jugando en el patio de casa. Imagínese que las más grandes ya tienen treinta y la más chiquitita veintiuno. Mire esta foto me la regaló mi nieta, la primera, el año pasado. 

Juan sacó de su billetera, un rectángulo de papel de foto, doblado delicadamente. Allí estaban con Jose, sentados en el centro de su patio,  tomados de la mano y rodeados por sus nietos. Se podía observar sus personalidades, tan distintas pero similares a la vez. Tres de las mujeres, que parecían las más pequeñas, posaban relajadamente en posición de indio, a los pies de sus abuelos. Las dos más grandes los escoltaban a sus costados, con sus manos en los hombros de Juan, una y de Jose, la otra. La imagen se completaba con los tres varones detrás de ellos, firmes y unidos en un abrazo. Algo tenían todos en común, una sonrisa de oreja a oreja, que completaba a la perfección la imagen.

- Hermosa foto Don Juan. 

- La sacamos hace unos años y la atesoro desde entonces. 

- “Marche” el mejor asado para que compartan Juan y los ocho - dijo Ale y le entregó su pedido.

En Juan quedaron resonando las últimas palabras del carnicero. Cuando las repitió en su mente, sonrió con alegría: “Juan y los ocho”.

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NOTA DE AUTOR:

No conocí a mi abuelo paterno, voló antes que yo naciera. Pero es así como me lo imagino, por lo que escuché de él, por su herencia que vive en mí. Quizás la vida nos deba esa foto, quizás en otra la saquemos. Este relato está dedicado a mi papá, que es el mejor como abuelo, y porque sé que extraña mares al mio. 

Podés acompañar este relato con buena música. Yo te recomiendo “La Carneada”, de León Gieco.

María Florencia Gutiérrez
María Florencia Gutiérrez

Cordobesa, comunicadora social y apasionada de la comunicación en todas sus formas. Escribo, para exorcizar y expresar. Confío en mi palabra escrita más que en cualquier otra versión de mí, porque es donde más soy sin máscaras, donde puedo ser "flor de caradura".

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