La fosa

La Fosa (Portada)
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Para Leonado Beltrán la vida iba en un solo sentido. Hacia delante, siempre, y en un solo sentido. Desde que contaba con uso de razón, las cosas fueron siempre de la misma forma: 

  • Terminar el secundario con promedio <<Sobresaliente>>.

  • Becarse en la de Harvard para recibirse de botánico. Con todos los honores, por supuesto.

  • Juntarse con los amigos, siempre que podía, hasta que no supo nada más sobre ellos, ni ellos sobre él tampoco.

  • Ponerse de novio con la que, por diez glamorosos años fue el amor de su vida, hasta revelarle la noticia de no querer tener hijos, lo cual significó el quiebre permanente.

  • Dedicarse de lleno trabajando cinco años como cuidador en el Bernardino Rivadavia, otros siete como profesor en el Juan A. Domínguez de la Universidad de Buenos Aires, cuatro como guía de turismo en el Jardín Botánico Carlos Thays, y de ahí hasta la actualidad. 

Del lado familiar intentaba no aferrarse mucho. Tenía un hermano de lo más obstinado, propenso a la salidera y a los malos modos; y ni hablar de las malas compañías. Había reprobado cada año del primario por lo menos cinco veces –eran incontables las veces que tuvieron que cambiarlo de colegio–, hizo el resto de la jornada educativa en el colegio militar, y para celebrar, habiendo terminado lo que él mismo llamaba un “Martirio Viviente”, arregló con un par de compas (cinco, más específico) y sacó siete pasajes para una semana en Brasil. 

A Beltrán le dieron tres de vacaciones, por lo que no tuvo más remedio que decir que sí. 

De los padres hace tiempo no sabía nada, capaz porque hace quince años que vivía por su cuenta, y en cuanto a las amistades de Mateo, siete años menor que él: <<De tal palo tal astilla>>. 

Bautista era daltónico y comía con la boca abierta. Tadeo tenía conjuntivitis y le gustaba andar siempre con la misma remera. Florencio leía entrecortado y no se le entendía cuando hablaba. A Caetano no le gustaba peinarse, vaya uno a saber hace cuánto que no pisaba la maldita peluquería, y Amadeo era goloso, hipocondríaco, de lo más abusivo, con una fobia exacerbada hacia toda clase de insectos. Razón por la cual se negó a viajar en un principio. 

Una de las tantas cosas que había admirado siempre (Beltrán) era la abundancia en vida que ofrecía el país a los turistas. De las veinte mil millones de especies alrededor del mundo –vaya uno a saber cuántas quedan aún por conocer hoy en día– la mayoría se encuentran allí; específicamente hablando: la Selva Amazónica, que abarca gran parte del continente brasileño, llenándolo de grotesco esplendor. Eso, y “La Teoría del Salvajismo”, por el célebre zoólogo y protector ambiental Vladimir Piroyansky, que lleva consigo a cada lugar al que va, leyéndolo de nuevo por septuagésima vez. 

Conocido en toda Rusia como en el resto de Europa, las ideas del autor ruso se comparan con las de Leonardo. De no ser por su misteriosa desaparición en el año ´91 con la caída de la Unión Soviética, el impacto de tales serían, actualmente, el doble de influyentes. 

De más está decir que siempre había deseado ir allí pero nunca se le había dado la chance. Y aunque el despegue y la trayectoria no le afectaron en nada, el aterrizaje le azotó duramente las entrañas. 

Por lo menos vomitó unas cuatro veces.

*       *       * 

En el estacionamiento del aeropuerto les aguardaba su transporte privado (si a eso se le puede llamar a una mini furgoneta con techo a base de material con el que se hacen las sombrillas) cuyo conductor tenía más pelos en los brazos y en las piernas que los de un gorila, y cuya panza cervecera rebalsaba la camisa hawaiana de la que solo pudo abrocharse dos de los siete botones. Para disimularlo usaba shorts de verano color caqui, y un gorro largo a base de paja de lo más estrambótico sobre sus ovaladas gafas de sol. 

La primera impresión de Leonardo fue que los llevarían al supuesto hotel de alojamiento, pero adonde se dirigían en aquel momento ya iba a haber tiempo para elegir la mejor estadía. 

La primera queja de Amadeo: si esa carcacha toda oxidada había pasado por el lavadero recientemente, por lo menos si le habían chequeado el tubo de escape, como para evitar, a lo mucho, algún brote de estreptococo, lo cual era poco más que obsesivo. 

Mateo y los demás compinches se subieron como animales. 

<<Me lleva>>

*       *       * 

Debieron ser cerca de veinte kilómetros de terreno boscoso desde que dejaron los suburbios, ya que hasta Beltrán, quien contaba con un agudo sentido de la orientación, perdió la noción del tiempo que llevaban sacudiéndose en esa ruidosa e incómoda lata de sardinas. Nada más montículos y montículos de todo tipo de ramas y hojas de todos los tamaños y formas. Algunas más húmedas que otras emanando distinta fragancia, de las que, la mayoría, son para protegerse del predador. 

Una vez oyó en Discovery Channel que algunas de estas segregan sustancias irritantes en los tallos, lo cual impide el contacto físico con otras criaturas. 

Otras incluso provocan urticaria. 

En el Km 25 la camioneta se detuvo y el rechoncho del conductor les indicó por dónde ir: 

–Dos kilómetros al norte, cuatro al nordeste, cruzando el Puente Levadizo hay un cartel que apunta a la derecha, vayan por ahí…Pase lo que pase, no se acerquen a la luz.

En el acto puso marcha atrás y se fue al galope, directo por donde vino. 

<<Pésimo guía, pésimo conductor. No le falta nada. Qué buena forma de empezar el día>>

No les dio tiempo ni para anotar, por lo que hicieron lo posible por acordarse lo que murmuró. Dos kilómetros al norte son como veinte cuadras, por lo que ya de ahí tenían para rato largo; cuatro al nordeste (otra que geografía), por suerte había un letrero colgando de un palo borracho con la imagen de un puente de madera apuntando a la derecha…más que un puente se trataba de un montón de bloques de madera en muy mal estado atadas a una alineación de soga, por lo que debieron de ir uno a uno, lo más lento y cuidadoso posible sin desviar la vista del objetivo. El cartel apuntando a la derecha estaba a plena vista: 

–“No te mueras Shrek. Y si ves un túnel, no te acerques a la luz” –se quejaba Burro parlanchinamente, lo cuál era su mayor defecto. No poder hacer silencio ni un maldito segundo. 

<<Pase lo que pase, no se acerquen a la luz>>, continúan repitiendo el último comentario de Bus Driver, cagándose de risa como en cualquier otra película de comedia. Fue lo último que dijo, dado que el pobladito ese en el que se iban a alojar debía estar más adelante. 

Hasta ahora no habían visto un solo animal.

De un lado continuaba todo selvático, contrario a lo que se suponía debía ser; del otro un par de pinos de descomunal altura, inclinados de forma ondulada como el zigzagueo de una serpiente. En medio de estos una gigantesca esfera de amarillo fosforescente, bombeando como corazón palpitante mientras succionaba una extraña esencia del mismo color proveniente del centro de la tierra. Idénticos a aquellos cristales de energía que una vez mencionó H.P. Lovecraft en sus descollantes Relatos Fantásticos, que usaban los reptiloides para atraer a los ladrones a sus trampas letales, despertaba a la vez la atención de todos como si se tratase de algún tipo de hipnotismo. Salvo Leonardo, claro, que nunca antes había visto algo por el estilo. 

En uno de esos troncos se distinguían las siglas de lo que parecía decir: <<Bienvenidos al Bosque de Nephtis>>, y como ambos a la vez formaban una idónea clase de puente del tamaño de un par de columnas, no quedaba otra que suponer que, después de este último paraje, finalmente hallarían civilización. 

*       *       * 

Lo primero que sintieron, una vez pasadas esas dos estructuras, fue el repentino cambio de calor a frío, de modo que Amadeo –que por encima del resto es alérgico a los cambios de clima– comenzó a estornudar de manera convulsa, exagerada. Lo que antes era todo luz de sol y arcoíris pasó a ser una jungla espesa tanto de árboles enormes de distinto tamaño y espesura, con tallos y hojas mohosos y húmedos. Directamente habían pasado a otra clase de dimensión donde reinaba, nada más y nada menos que la oscuridad misma. Junto con toda clase de criatura igual de perversa. A excepción de Leonardo, que nunca antes había visto algo igual –y aun así no le causaba tanta impresión, más bien curiosidad–, el resto se sumió en un profundo ataque de pánico; tanto que, no solo parecieron despertar a toda la comunidad animal y vegetal, sino que tuvo que hacer milagros para tranquilizarlos y hacer silencio. 

Tales inclinaciones ya no se encontraban detrás de ellos. Habían desaparecido. Delante habían más caminos a seguir, cada uno por distinto sentido, y en el tronco del medio un cartel de madera podrida que decía, muy borrosamente: “Cuidado con la Fosa”. 

Más que burdo, bastante anticuado. 

Aunque era difícil de creer, se dio cuenta de que estaban en el mismo lugar que antes. Nada que ver con el ahora, eso seguro. Completamente dado vuelta, completamente al revés: Tratábase de algo parecido a algún Mundo Alternativo. La mejor suposición de Leonardo fue volver por donde vinieron; solo de ese modo encontrarían la salida. 

*       *       * 

3:21 PM, según el reloj de pila de Tadeo. Además de que el tiempo se aceleró increíblemente, por un lado, algún tipo de pulso electromagnético acabó por freír todo aparato electrónico; o, directamente, porque la señal en aquel punto era igual de inexistente. Para entonces se habían ensuciado hasta los talones por tener que caminar sobre un espeso y hediondo lodazal burbujeante. Estando a metros de volver a pisar tierra sólida, Florencio quedó con un pie estancado en aquel pantano sin poder sacarlo, pues sentía que algo lo sujetaba desde abajo. Entre todos hicieron fuerza para ayudarlo, pero en ese preciso instante se oyó el sonido de ramas y troncos partiéndose a la mitad, cada vez más y más audible. Mateo presintió que algo verdaderamente maligno se acercaba hacia ellos, y de inmediato se puso a suplicar huir. Leonardo lo calló como a un bebé recién nacido y siguió haciendo fuerza. El sonido, mientras, se intensificaba aún más. Florencio, a la vez, se hundía más rápido en aquel despiadado fango. Aparentemente no lo suficiente. Unas lenguas del tamaño de los tentáculos de un pulpo le subieron por la gamba hasta la rodilla, de las que a la vez chorreaba una esencia viscosa que producía irritación. Amadeo recibió un salpicón en los ojos que lo hizo retroceder, gritando del asco. Mateo se fue corriendo, Leonardo, Tadeo y Caetano continuaban haciendo fuerza. Justo ahí, como una ballena saliendo a respirar, una inmensa babosa emergió del fango masticando a Florencio con sus ciento treinta y siete dientes afilados. Después volvió a arrojarse de espalda obligándolos a correr a para no quedar cubiertos de mierda. 

Una vez fuera, lo mejor que pudieron hacer fue no mover un dedo: Estaban rodeados por un ejército de babosas gigantes. 

Su fisiología les permitía mimetizarse con el ambiente, como un camaleón, razón por la que nadie las había visto venir. Tenían todas las intenciones de comérselos crudos, de no ser por la brillante idea que se le ocurrió a Leonardo: Agarró su encendedor, lo arrojó al lodazal, y en cuestión de segundos el pantano entero ardió en llamas. La luz y el calor les cegó la vista y les resecó la piel, de modo que salieron corriendo luego de volver a camuflarse. 

*       *       * 

 4:02 PM, según el reloj de pila de Tadeo. Leonardo había perdido su libro de Vladimir Piroyansky en aquel lodazal, ahora convertido en una nube de polvo. Debían de estar a menos de un kilómetro y medio de donde empezaron. El camino era difícil de apercibir debido a que cada dos pasos había un sauce estirado de por lo menos un millón y medio de ramas y hojas bloqueando todo a su paso. 

En ese momento la tierra empezó a temblar y unas largas raíces serpenteantes se desprendieron del suelo enrollando a Bautista de los pies. El sauce aquel, repentinamente, abrió los ojos (azul fosforescente como el cielo de verano) y con un feroz y atronador rugido hizo sacudir toda la tierra. Amadeo, quien ya había vomitado unas veintiséis veces, no pudo contener más el desaliento, y sin intenciones de presenciar otra tragedia, agarró alguna piedra que encontró por ahí y la embocó en la cara del gigante. 

Obviamente no sintió nada. Aún así, dejando caer a Bautista en el barro, volvió a hundir nuevamente sus raíces posicionándose frente al acobardado hipocondríaco. Abrió sus fauces (el doble de grandes que las de un hipopótamo) y lo último que se vio, antes de que retornase a estado de ensueño, fue que liberaba un gran vómito del mismo color que sus ojos que desintegró hasta la última molécula, célula y fibra muscular del pobre Amadeo. 

–¡Por aquí! –se oyó repentinamente. Leonardo volteó y vio que un pasaje de pinos secos se abría camino a un claro, y corrió lo más rápido que pudo hacia allí, con Mateo, Bautista y Tadeo que ya no podían más. 

*       *       * 

El camino se cerró detrás de ellos. Una vez fuera de riesgo se sentaron en un suave plano de pastal verdoso y recobraron fuerzas. En eso avistaron una fina capa de bruma esmeralda aproximándose hacia ellos, y que poco a poco iba tomando forma hasta adaptar la figura de un hombre delgadísimo. Quisieron correr pero ya no era una opción. 

Leonardo se le acercó y preguntó: 

–¿Quién eres tú?

No recordaba su nombre, sólo lo que era. Se presentó como Azkhammar, un espíritu viviente renacido de las entrañas de uno de esos árboles malditos, a los que definió con el nombre de “Triptones”. 

Para el resto no eran otra cosa que <<SAUCES POSEÍDOS>>, por lo que se quedaron con ese último. 

–Síganme –dijo el espectro. 

–¿Adónde? –repuso Leonardo con aire de liderazgo.

–¿Quieren salir de aquí?: Hagan lo que les diga y no se queden atrás. 

Y siguió de largo. 

*       *       * 

5:17 PM, según el reloj de pila de Tadeo. Llevaban más de una hora siguiendo la silueta de lo que podía ser otra de las invenciones de aquel mundano bosque, cuando Bautista se dobló el talón con una madriguera y cayó de espalda contra una especie de capullo gigante que colgaba de la rama de un banano. 

El Azkhammar se detuvo y ordenó a los demás no mover un solo dedo. 

Bautista, quien se levantaba todo contracturado, miró hacia atrás: Dos ojos colosales del color y la forma de los de una serpiente lo estaban mirando fijamente. 

Aquel capullo resultó ser una gigantesca mariposa colgando de cabeza, cubriéndose con sus alas igual que un murciélago. Tenía la cola y las ocho patas del escorpión, con más pelo que las de una tarántula, y salvo la boca, el resto de su rostro estaba completamente desnudo. Era sensible al ruido, dado que, cuanto más fuerte gritaba Bautista del espanto, más furioso se ponía el <<INSECTÓPODO>>.

–¡Skorjah! –gritó el Azkhammar ordenando a todos buscar donde esconderse. 

Leonardo acudió en ayuda de Bautista. 

Una vez de pie, el pibe se ocultó como un relámpago detrás de unos arbustos de poco espesor. Leonardo pudo haber hecho lo mismo, pero en vez de eso optó por un camino el doble de arriesgado:

Viendo que era tarde para correr…sabiendo que contra una criatura de veinte metros de altura y media tonelada de ira no tenía oportunidad alguna, simplemente se arrodilló, inclinó la mirada hacia abajo, puso ambas manos en el suelo e hizo reverencia. 

Los demás se preguntaban qué estaba haciendo. Mateo quiso intervenir pero lo frenaron entre todos.

El Azkhammar, por su parte, observaba atentamente. 

La Skorjah parecía no tener intención alguna de comérselo, rodearlo con su cola, mucho menos rociarlo con ácido. Comenzó a descender, estiró las alas donde estaban sus ojos, observó con detenimiento, y a los pocos instantes agachó la cabeza olfateando a Leonardo.

Lo último que presenciaron todos fue a tan estrambótico sujeto empujándolo de espalda contra el pasto, y Leonardo, igual que a un perrito, le respondió acariciando su ovalado rostro tuerto. 

Salvo el Azkhammar, ninguno mostró mayor impresión. Repentinamente, la suerte se había tornado a su favor. 

Entonces llegó corriendo Tadeo con una antorcha en llamas –habiéndola armado con una rama gruesa, un pedazo de su remera y el encendedor de Leonardo que le sacó sin darse cuenta– y le dio al insecto en una de sus piernas con tal de hacerlo retroceder. Le marcó la cara de tal forma que se resbaló de las manos y se le fue donde ya no la pudo agarrar.

La Skorjah se alejó de Leonardo, abrió las alas y dejó de tocar el suelo.

–¡NOOOO! –gritaba Leonardo sin llegar a ningún lado. 

El animal se abalanzó como una tromba sobre él y le atravesó con el aguijón: En cuestión de segundos Tadeo dejó de moverse, pues terminó tornándose en piedra sólida. 

*       *       * 

A los dos segundos miraron atrás, Leonardo y Mateo, y tanto Bautista como Caetano estaban de la misma forma. Dos más de aquella especie los embistieron desde la copa de un naranjo; el que parecía el líder de la tribu descendió del cielo como un tornado, sujetó a Mateo con cada pierna y se lo llevó hasta el centro mismo del Bosque de Nephtis. 

Solo quedaba el indefenso de Leonardo, quien no solo ya no sabía qué hacer, sino que, automáticamente, se vio despojado de todo sentido directo e indirecto de consuelo. 

No tenía motivo alguno para seguir, no después de todo lo acontecido. Nada más cerró los ojos orando concluir de una forma u otra, más nunca más despertar en aquel sitio nefasto, olvidado por Dios. 

Oyose entonces el rugido de un cuerno, como aquellos que usaban los vikingos a la hora del combate. Extrañamente, el clan entero se apartó como si nada, volviendo a colgarse de la copa de los árboles, sumiéndose una vez más en un sueño profundo. 

–Sígueme– volviose a presentar el Azkhammar, guiando esta vez por un sendero diferente.

–¿Qué quieren de mí? –preguntó Leonardo con las piernas temblorosas y el corazón bombeándole. 

–No me corresponde contestar eso. 

Y se abrió un nuevo pasaje de pinos hacia donde se había pirado el líder de los Skorjah. 

Esperaba encontrarse con cualquier otra clase de especie fulminante; familia de milpiés…cucarachas gigantes…ratas del tamaño y el hambre de un condenado oso grizzli…escarabajos peloteros con la carga de hasta todo un cobertizo:

En el mejor de los casos un maldito velociraptor, traído a la vida por algún truquito de magia negra. 

<<Anticuado>>     

Comprobó estar más que equivocado.

El Santuario –según figuraba en otro de los carteles– era el lugar más sagrado en todo el bosque, abundante tanto en vida como en radiante belleza. Un poco de cada especie deambulaba por allí en perfecta armonía, y a diferencia del resto de la comarca, tanto hipopótamo, leones, micos y mandriles. Lo que más admiraban era el inmenso jacarandá que se extendía hacia las nubes, y de cuyas hojas desprendían semillas doradas. Como luciérnagas brillaban como estrellas caídas del cielo. 

El Azkhammar acompañó a Leonardo hacia el final del sendero, mientras parecía que, a la vez, el tronco de aquel árbol se partía la mitad. Una grieta notoria dividió el tallo en dos formando de ese modo una puerta, que se abrió de adentro hacia afuera dejando salir a otro tipo de espectro. 

Éste, a diferencia del otro, era del mismo color que el Árbol de la Vida, y Leonardo, perdido en el espectáculo, reconoció a la persona en un mero abrir y cerrar de ojos: Nada más y nada menos que el mismísimo Vladimir Piroyansky, al que admiraba con vigor y a quien todo el mundo daba por muerto.

–¿Dónde está mi hermano? –No tenía tiempo para ilusionarse, y nada le podía causar más impresión de la que ya tenía, por lo que disparó sin avisar.

–Está bien –contestó la aparición con tono agravado.

–¡Dónde! –le levantó la voz.

Vladimir señaló el agujero del tamaño de un cráter al que un grupo de Skorjahs estaban arrojando el cuerpo de un jabalí con una herida de bala en pleno esternón. De más estaba ya decir que se trataba de la fosa mencionada por el cartel: “Cuidado con la Fosa”.

–Justo ahí.

Como frutilla de la torta, Leonardo pudo visualizar como el cerdo de cuernos sobresaliéndole del hocico volvía a salir de aquel agujero; obviamente cinco metros más altos, la piel cubierta por una coraza de acero, las pezuñas como las de un caballo, capaz de correr hasta veinticinco kilómetros por hora. 

–Libéralo –dijo Leonardo.

Vladimir se rehusó, no porque no quería, más bien porque no podía. 

Estaba decidido a pasar una eternidad si era necesario, con tal de recuperar a quien nunca cometió crimen alguno como para merecer semejante delirio. Justo ahí, Vladimir, consciente de que se había expresado mal, intentó explicarse de modo más conciso. 

Leonardo, por su parte, no solamente quedó deslumbrado, sino que a la vez pareció cambiar de parecer: 

–Los humanos han devastado la naturaleza por incontables generaciones. Han talado nuestros árboles, quemado nuestra selva, fundiendo nuestro suelo…convirtieron nuestras aguas en mares de insania, acabaron con todo un linaje milenario…la tierra que todo lo vio nacer, hoy en día, amenaza con ser destruida por su creación más peligrosa. Ahora, ustedes creen que, solo con haber visto un par de mariposas, unos cuantos arbolitos, y un grupo de Bulbas perezosas (las babosas invisibles de aquel lodazal), los que realmente están en peligro son ustedes. Pero no es así. Ustedes no saben lo que es peligro de verdad. Estar siempre en el eje entre la vida y la muerte. No: Lo que realmente sienten…es Miedo. Porque a diferencia de cualquier otro sitio habitado por el hombre, este está fuera del alcance de toda mirada lujuriosa –razón por la cuál el Bosque de Nephtis ni siquiera figuraba en el mapa–. Este bosque me reinventó, Leonardo, me reconstruyó. Me salvó de morir a manos de un grupo de furtivos en los llanos de Indonesia, que me dispararon por detrás solo por estar protegiendo a un bebé chimpancé. Ahora me defiendo y lucho contra ellos, como todos aquí presentes: “A veces hace falta un monstruo para combatir un monstruo”. 

Reveló entonces, por arte de magia, el libro que se le había caído en la pelea contra las Bulbas. Enterose de esa forma de una mítica verdad: Pues a diferencia de sus compañeros –del amilanado de Amadeo que le quemó la cara a ese Skorjah–, él amaba la naturaleza, defendía a los que quería, y nunca en la vida optaría por el arma. Razón por la cuál ninguno de ellos se metió con él. 

*       *       * 

–Aun así…dígame dónde está. O al menos cómo sacarlo –dijo Leonardo una vez que tuvo la chance de hablar– Al fin y al cabo sigue siendo mi hermano. Y sé que he cometido muchos errores en todo este tiempo. Uno de ellos fue no estar al lado suyo cuando me necesitó. Pero si no me das lo que te pido en este momento…yo te aseguro…que lo que voy a hacer en este preciso segundo va a ser todo, menos un error. 

Pudo haberse ganado un pasaje de ida, en primera clase, directo al inframundo, pero tomando en cuenta el valor y el coraje –pese a que ninguna persona había vuelto a salir de aquel bosque con vida–, las palabras de Vladimir en respuesta fueron las siguientes: 

–Solo hay una forma de salir del Bosque de Nephtis. Cruzando el Pozo del Retorno, hay una senda de caminos que conducen hasta el rincón más profundo del corazón de los hombres. Muchos ya saben cómo llegar. Otros, se pierden al intentar. Dependerá de ti, y solo de ti, cómo concluirá la travesía. Posiciónate en el borde, y busca con cuidado. A veces hay que desviarse del camino, antes de encontrarlo una vez más. 

Y se desvaneció. 

*       *       * 

Para Leonado Beltrán la vida iba en un solo sentido. Hacia delante, siempre, y en un solo sentido. Era momento de alterar la ecuación. Apenas se paró frente a la fosa y dejose caer, se sumió en un sendero sin fondo hacia el sector más difuso de su sistema de memorias. Uno al cual hacía tiempo creyó perderle el rumbo. Se vio a sí mismo devuelta al pasado, en el que tanto él como Mateo eran inseparables. Donde iban junto a todas partes tomados de la mano, incluso hasta en la escuela imposibles de distanciar. El tiempo y el espacio causando estragos no tuvieron rol alguno. Juntos los dos a todo pique hacia el asado de los domingos pasó a ser la única y auténtica realidad. 

Capaz de eso se trató todo este tiempo. Puede que halla hecho falta un evento sobrenatural para darse cuenta de que, a veces, lo que uno busca no yace al final del sendero, sino que estuvo siempre frente al lado suyo; y no se había dado cuenta de ello hasta entonces. 

Como dijo un sabio gaucho alguna vez: “Los hermanos sean unidos, pues esa es la ley primera”. 

Terminóse el recorrido, encontrose Leonardo en la puerta de su casa con Mateo al lado suyo lo más sereno. 

–Tuve una epifanía –le reveló lo más sincero–: Quiero ser guardaparques.

Germán Guillermo Nonell
Germán Guillermo Nonell

Tengo 24 años, soy de Vicente López, Provincia de Buenos Aires. Bachiller Universitario en Periodismo por la Universidad de Palermo. Además de periodista soy escritor, actor, redactor SEO especializado en espectáculo, cultura e interés general. Me considero un amante clásico de los videojuegos y mis escritores preferidos son J.K. Rowling y Stephen King.

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