La Juana

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Jugaba con mi prima en el patio de la casa de mis abuelos, bajo la parra de uvas  sanjuaninas. Hacía mucho calor y nos escapamos en plena siesta aprovechando que todos  dormían, teníamos prohibido salir, a esa hora, la solapa, el diablo, el viejo de la bolsa, y  cuánto ser imaginario se les ocurriese, rondaban en busca de niños desobedientes. Teníamos  miedo, no es cuestión de negarlo, pero aun así nos escabullíamos con maestría y destreza, en  un acto de rebeldía total, que provocaba el enojo de mis padres.  

Vimos a una mujer acercarse al portón de hierro. Nos quedó mirando por unos  minutos. Nosotras la miramos, esperando que golpee las manos, toque el timbre o llame a  alguien, su mirada era insistente, daba miedo. 

—¿Y si es la mujer del viejo de la bolsa?— dijo mi prima. Salió corriendo y se  escondió detrás de la cucha del perro.  

Yo me acerqué. Curiosa como era, me intrigaba saber qué o, a quién buscaba. Vi que  era una abuelita, tenía la mirada triste, cansada. Le temblaban un poco las manos y parecía  que estaba a punto de llorar… me dio pena, era pequeña, chiquitita, tenía la piel oscura,  curtida. Mal vestida y sucia, sus polleras largas ajadas por el tiempo dejaban ver entre las  hilachas de la enagua las alpargatas rotas y agujereadas. Envolvía sus cabellos largos y  blancos con un pañuelo, que ya no tenía ni color, y sobre este un sombrero de campo, que  seguro tuvo tiempos mejores.  

—¿Acá vive mi hijo?— Su voz sonaba agrietada, hueca, vi que sus ojos estaban  hundidos como quien no come hace mucho tiempo.  

¡Me asusté! Corrí a llamar a mi papá. ¡Su mamá había muerto hacía mucho tiempo! —¡Te busca una abuelita papi, dice que SOS el hijo! 

No me olvido de la cara que puso, quedó pálido, blanco como el papel, y su rostro  pareció volverse de piedra. 

—¡Ya!— me grito. Y con un ademán que hizo con la mano me mandó adentro— ¡Ni  se te ocurra salir!— dijo mordiendo las palabras. Estaba muy enojado.  Salió al patio. Mi abuelo, al escucharlo fue tras él, los escuché discutir. Las voces se  elevaron, vi que iba para el portón y el Abuelo le decía, que se calme. Que no valía la pena.  Él le dijo que no se meta. Me pareció raro que le hable así, porque ellos se llevaban bien… Me escondí tras las cortinas e intenté espiar por la ventana, no podía ver nada, la  ligustrina que oficiaba de cerco, tapaba todo. La vereda quedaba bien lejos de donde yo 

estaba. Aun así llegué a ver cómo papá salía a la calle, no pude escuchar lo que le dijo a la  señora, lo noté triste cuando volvió al patio, se apoyó en la parra y lloró. Quedó mirando  hacia la calle. Luego de un largo y profundo suspiro, entro a la casa. 

Siempre se me dijo que no hable con extraños y que no le abra la puerta a nadie, yo  lo sabía, como también sabía que si no hacía caso, el cinto me obligaría a obedecer; la abuela  Rosa, en cambio, decía que si alguien necesitaba ayuda, no podíamos negársela.  

O sea. No podía hacer una cosa sin que afecte a la otra. Reconozco que se generaba en  mí un enredado conflicto de intereses entre las órdenes de uno y las recomendaciones del  otro, pero esta vez, por lo que estaba escuchando ambos estaban de acuerdo, me iban a  castigar y yo ¡No sabía ni entendía por qué! 

Luego de ese incidente, nos mudamos a Córdoba, y de ahí empezamos a recorrer el  país, gracias al trabajo de papá. Nunca nos quedamos mucho tiempo en ningún lugar. A esa señora que vino hasta la puerta de casa, no volví a verla nunca más, su rostro  se desdibuja en mi memoria y solo recuerdo “el recuerdo de su imagen”, lo que es casi nada.  Me quedó la intriga de saber quién era, qué quería, porque llegó y fue despedida sin más. Las  pocas veces que me animé a preguntar me dijeron que no me meta en cosas de grandes, que  no iba a entender.  

Con el tiempo me olvidé, aunque el sabor amargo de no saber siempre estuvo ahí. Los  abuelos fallecieron y Papá también, se llevaron el secreto a la tumba, y a mamá… Mamá está  perdida en su mundo, mejor ni preguntarle, no quiere recordar nada del pasado. 

Ya pasaron 40 años desde ese día. Vine a la casa de Mi padrino, hermano de mi mamá.  Está enfermo, no somos muy allegados, pero “nobleza obliga”… 

Le pido que me cuente la triste historia de mi familia, y le guiño un ojo. A él siempre  le vino bien el relato, o sea, que aprovecho y pregunto, por esa señora que buscaba a papá, por la que me castigaron. 

Se ríe, con esa risa propia de él, entre socarrona y burlona,  

—¡Y dale con la burra al trigo! —dice, moviendo la cabeza— ¡Sabía que por algo  habías venido! Siempre fuiste curiosa—. Hace una pausa, suspira… Se hace el misterioso. Me pone nerviosa tantas vueltas que da.  

—Mucho, no sé, y lo que sé, es por tu tía Blanca.  

—¿Quién? Yo no tengo tías — digo, pensando que me está tomando el pelo.

—La hermana de tu papá, ella vivía acá enfrente, pero ustedes ni se enteraron, tu papá  era un tipo algo especial. 

—Ja, ¿En serio?—meneo la cabeza, “mejor no recordar ciertas cosas”, me digo. —¿Querés que te cuente de la Juana Carrizo o no? 

—¿Quién? 

—¡Tu abuela, la mamá de tu papá! Dice en un tono impaciente, como que si toda la  vida estuviera esperando para contarme. 

—Ella murió cuando él era chico—digo— No la conoció. 

—Murió para Él, y quién sabe, qué le dijo, tu abuelo, Don Amado. 

»Por lo que sé, se casaron cuando ella tenía solo 14 años y tu abuelo 30, había  enviudado, y necesitaba quien le cuide a sus dos hijos mayores. Hugo y Manuel— hace una  pausa—En ese momento se acostumbraba, más en el campo, era un honor casarse con el  patrón. Los ingenios de Azúcar, las plantaciones, la poblada, desde Taco Ralo hasta San  Pedro todo le pertenecía a “Don Amado” (así lo conocían a tu abuelo). Hombre trabajador y  respetado. Pero como todos, tenía sus malas costumbres. Le gustaban las jovencitas y le daba  bastante a la botella. Cuando conoció a tu abuela, sus demonios en cierta medida se calmaron,  fue distinto, le gustó bien la vio y decidió casarse con ella. 

La Juana, como la conocían todos, enseguida quedó embarazada, después de la  primera hija: Argentina, vinieron los otros hijos: Francisca, Luis, Martin, Miguel (tu papá),  Blanca y Aidé. 

—¿Los conoces?— preguntó ansiosa. 

—Tu papá fue mi amigo antes que el marido de mi hermana—, agarra mi mano, pone  cara de circunstancias y continúa con el relato— Y sí, los conozco, siempre vivieron acá  cerca, se vinieron todos desde Tucumán esperando encontrar a tu papá, pero él los  desconoció. Nunca quiso saber nada con ellos. 

»Dicen que la vida en el campo es difícil. Tu abuelo tenía sus peones y sus hijos debían  trabajar a la par de ellos. Eran otros tiempos y la vida no era color rosa. Tucumán es un lugar  inhóspito dónde lo que más abunda es el calor, las miserias y la pobreza. 

Y un día, la Juana, desapareció de la estancia. Tendría unos 30 años ya, cansada de la  vida que le tocó vivir, harta de tu abuelo y sus borracheras, de los cuernos que le ponía con toda hembra que se le cruzaba delante, decidió marcharse, irse así, sin más y dejar atrás los  amargores que sufría en ese sitio. Se fue sola, abandonó a sus hijos, huyó sin pensar, no miró  lo que dejaba atrás, aprovechó el revuelo que traía consigo la zafra, la cantidad incontable de  trabajadores golondrinas que llegaban y se marchó, a escondidas. 

Pero las malas lenguas dicen que se enamoró de uno de los peones de tu abuelo.  Que viajó a la capital con él, que se dejó llevar por los calores propios de la primavera,  que se alborotó como quinceañera, y no le importó más nada que el joven muchacho… Don  Amado ya era grande, el trabajo, la mala vida, el alcohol hicieron lo suyo y La Juana tenía  necesidades como cualquier mujer, se dejó invadir por las pasiones, sintió la sangre hervir,  no pensaba, al menos no como madre, sus hijos… no podía llevarlos, le estorbarían en este  nuevo comienzo.

Y fue así, como de la noche a la mañana nadie volvió a verla. No se llevó nada. Ni  siquiera a la más pequeña Aidé que solo tenía un año.  

Don Amado, siguió trabajando. Crió a sus hijos como pudo, encontró otra mujer, una  madrastra que se hizo odiar, que desquitaba en los pequeños huérfanos el desamor de tu  abuelo.  

Pasado un tiempo uno a uno los hijos de la Juana abandonaron Tucumán.  Tu papá fue el primero en llegar, vino buscándola, no le dijo nada a nadie, la encontró  en Florencio Varela, un despojo humano que no reconoció como su madre, borracha, y  avejentada, totalmente perdida, tanto, que no lo conoció, pensó que era un hombre más de  los que le pagaban monedas por un poco de amor mezquino. Se fue de ahí, lleno de asco, y  rencor, se olvidó o dijo olvidarse de todo y se propuso no tener familia a partir de ese día, tu  papá quedó huérfano por decisión propia.  

Lo que él no supo es que cuando La Juana llegó a la capital con su novio las cosas  no fueron tan bien como ella esperaba. Él era más joven, se dejó encandilar por la ciudad a  los pocos meses la dejó abandonada a su suerte en una pensión de mala muerte, se fue y se  llevó el poco dinero que tenía, con el que contaba, para empezar de nuevo. No consiguió  trabajo, no sabía hacer nada, extrañaba a sus hijos y empezó a beber, extrañaba a sus hijos,  conoció mala gente y terminó haciendo lo que muchas mujeres en ese tiempo hacían, cuando  llegaban del interior a la capital… A un hombre le siguió otro y otro, hasta que no supo  diferenciar quien estaba a su lado. 

La Juana no era mala, quiso ser libre y terminó sola, alcohólica, perdida… Ese día, del que vos te acordás, todos sabíamos que había llegado. Buscaba a tu papá.  Según ella, siempre fue su hijo más querido, y algo de cierto debe haber, si El, lo primero  que hizo cuando pudo fue buscarla. Nadie pensó que se atrevería a llamar a la puerta, tu papá  era muy orgulloso y necio, se crió mal, solo y a los golpes, tu abuelo lo ignoraba, su madrastra  lo golpeaba.  

—¿Qué podés esperar de un chico que pasó por tantas penurias? Algunos lo olvidan,  otros lo superan y siguen adelante, pero él no pudo y ese rencor fue creciendo conforme  crecía él. 

»Al verla acá, sabiendo que hablo con vos, creyendo ¡quién sabe qué! La echo. Le  dijo que no tenía madre, que su hijo había muerto cuando lo abandonó en Tucumán.  Tanto ella como él se fueron llorando del encuentro. Él entró, te castigó por toda la  eternidad, (no por malo, para cuidarte), —aprieta mi mano, me mira a los ojos y sonríe— y  ella fue a emborracharse hasta perder la conciencia, cómo lo hacía siempre. —Ella…, ya murió?— Preguntó, sabiendo la respuesta. 

—Sí. La encontraron tirada en una zanja. Se ahogó, cayó borracha del carro en el que  andaba. Tus tías se hicieron cargo del velorio. Tu abuelo vino de Tucumán. Tu papá, pagó  el entierro, pero no fue.  

Sentí la cara mojada, no quería saber tanto, pero al final supe, y entendí todo.

Gisela Anahí Frías
Gisela Anahí Frías

El mundo debe ser descubierto y las palabras son el medio más efectivo. Amo por sobre todas las cosas vivir, y la mejor manera de demostrarlo que encontré fue escribiendo. Soy una persona simple. Así como simple es la vida.

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