La luz mala

Paula Dreyer

Mzo 2023

FOTO - LA LUZ MALA
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Cuando llegaba la tormenta, el pueblo entero se quedaba sin luz, y ahí, Papá prendía el sol de noche. Cenábamos en silencio, frente al resplandor amarillo, tomando sorbo a sorbo la sopa de cabellos de ángel. Él le agregaba pedacitos de pan duro para llenarse “un poco más”. 

A mi me encantaba escuchar el viento entre las rendijas de la ventana, parecía ser la voz de un alma en pena pidiendo ayuda. El sol de noche también tenía su propia voz, pero era demasiado monótona. 

Papá antes de terminar con su comida, se levantaba y desenchufaba todo: el televisor, la heladera y hasta el lavarropas. 

- Si se quema algo, ¡te lo paga magoya! - decía saboreando la última cucharada de caldo. 

Sólo lo observaba y me llenaba la boca de fideos para no contestar. Le tenía un respeto que casi rozaba lo ridículo ,porque me había enseñado desde pequeña que la verborragia no era buena .Y por eso, no había tema de conversación si faltaba el noticiero a todo volumen saliendo desde una pantalla de tubos. 

Al terminar el ritual diario de masticar y beber, muchas veces de beber solamente, cada uno levantaba su plato, su vaso, su cuchara y lo lavaba. Esa noche hicimos nuestros quehaceres a la luz de una vela, ya que el sol de noche quedaba siempre en el comedor. 

Con todo limpio y guardado, nos saludamos silenciosamente con la cabeza. Papá se refugió en su habitación. Yo, en cambio, fui al baño para lavarme los dientes. 

Una pequeña vela, a punto de consumirse, era mi compañera. Su luz naranja marcó el camino hasta mi cama. 

Comenzó a llover con fuerza. Las gotas caían pesadas sobre el techo de chapa. La lluvia siempre me hacía dormir, pero esa noche, no podía. Observaba las sombras gigantescas de las polillas que venían a visitarme y se acercaban curiosas a la llama dorada. Me gustaba imaginar que querían saber todo sobre mi, por eso no las mataba ni las perseguía, sólo las dejaba observarme desde lo alto de la pared. La vela dio su último suspiro y se apagó. 

En ese momento, se escuchó un golpe que no se parecía en nada a los truenos y me sobresalté. Papá roncaba en su cama y no había dejado ninguna puerta abierta que pudiera chocar contra la pared. 

Caminé en puntas de pie hasta la ventana que daba al patio y me apoyé para mirar sobre el vidrio. En medio de una cortina de agua, una luz azul flotaba por las calas, los rosales, los jazmines y subía entre las ramas del sauce llorón. Papá se ahogó con su propia saliva y tosió. Sin pensarlo mucho, corrí espantada a mi cama, dí un pequeño salto y me tapé. Cerré los ojos con fuerza y traté de tranquilizarme.

Supongo que me dormí por la adrenalina mientras la lluvia se iba frenando poco a poco. 

A la mañana temprano, me puse unas botas negras y salí a recorrer el fondo de la casa. No había ninguna huella ni marca, sólo una rosa algo chamuscada, que se sostenía de un palo, que papá había puesto como tutor. A su alrededor había algunos pétalos blancos tirados en el piso, pero no les dí mucha importancia. Todo estaba como siempre, de un lado el campo alambrado y del otro los panteones, en donde los ángeles sobresalían detrás de un muro gris. 

Los de la municipalidad, habían llegado temprano para revisar sus herramientas y descargaron el carbón que se necesitaba para mantener el osario. Antes del mediodía ya se habían ido. 

Papá volvió de trabajar a la hora del almuerzo, ya había pasado el plumero por algunos nichos, cambiado algunas flores y barrido la basura que se acumulaba entre las tumbas. 

Como pudo, se sentó en una silla de madera que estaba en la entrada de la casa. Se sacó las botas, las dejó en un costado y agarró un atado de cigarrillos que llevaba en el bolsillo de su camisa. Mientras apretaba uno con su boca, me miró cansado. 

Mamá se había ido una mañana y nunca más regresó, fue ahí donde papá se volvió serio, dejó de hablar y hasta de sonreír. 

Se había apagado como la vela. 

Quise comentarle lo que había visto, pero se adelantó a hablarme. 

- Hoy hay entierro, a las cinco en punto. Prepara las velas para la capilla. Dejalas en la mesa, que después las llevo - dijo mientras trataba de respirar el humo espeso. 

Me dí media vuelta y fui en busca de lo que me había pedido. Revisé entre los cajones de un mueble donde guardábamos los soportes para las coronas, los floreros de metal nuevos y las velas de distintos colores. 

Él entró a la casa y cerró torpemente la puerta. Pasó por mi lado y se metió al baño. Acomodé un pequeño paquete sobre el mantel y lo escuché chiflar, mientras agarraba la escoba para limpiar sus pisadas llenas de barro. 

Las únicas visitas que teníamos eran las de los parientes del difunto y ni siquiera se acercaban a la casa, pero me gustaba mantener todo limpio. 

Esa tarde llegaron varios autos ruidosos acompañando al coche fúnebre. Se había muerto una señora de unos ochenta años y con Papá esperábamos en la entrada de mármol. Teníamos que entregarles, a los de la cochería, el soporte con ruedas para trasladar al cajón y acomodar las flores frente a la tumba. Hacíamos todo rápido para quedarnos en un rincón hasta que terminara la misa improvisada.

El primero en entrar al cementerio fue el cura, lo siguieron los hijos de la mujer que discutían sobre la herencia levantando la voz y por último unas mujeres que rezaban. 

Papá comenzó a toser y ante la mirada acusadora de los vecinos del pueblo, se fue caminando hacia la casa. Lo acompañé y le serví un vaso de agua. 

- Esa vieja tenía mucha plata… ¿viste las terminaciones en bronce del cajón?- dijo con la boca ocupada mientras encendía un cigarrillo. 

Cuando el entierro terminó, y los autos fueron desapareciendo poco a poco, me ofrecí a acomodar todo sola. Papá asintió con la cabeza. Al salir de casa, escuché cómo subía el volumen de la televisión. 

Barrí los pañuelos de papel, rellené unos floreros y prendí unas velas en la capilla. Con un trapo limpie unas gotas de cera pegadas en la cara de la virgen y le recé un padrenuestro. 

No soy muy creyente, pero sentí la necesidad de protegerme al respirar tanta muerte. 

La tarde ya se transformaba en noche, cuando escuché otra vez ese estruendo. Me dí vuelta y me encontré, nuevamente, con la luz azul flotando. Se reflejaba sobre el granito, tenía forma redondeada y daba destellos verdosos. Se iba acercando. Me temblaban las piernas y me sostuve sobre la escoba. Se frenó. Sobrevoló una tumba en donde había una estatua alada a la que le faltaba la cabeza y siguió avanzando hacia mí. Todo estaba en silencio. 

Con pasos largos me fui hasta la salida. En mi recorrido miré varias veces hacia atrás y ahí estaba, persiguiéndome. 

Llegué a la entrada de la casa y la luz se posó sobre las flores del jardín. Entré agitada y cerré la puerta con fuerza. 

Papá, desde el comedor, preguntó si todo estaba bien. No contesté. Me acerqué a la mirilla y seguía ahí. 

Sonó el teléfono un par de veces, sabía que Papá no se iba a levantar y atendí. Me avisaban los de la cochería que debíamos preparar todo para la mañana siguiente, porque había otro difunto, un niño ahogado. Volví a mirar hacia afuera y la luz ya no estaba. 

Papá seguía sentado, esperando que me ponga a cocinar. No me animé a contarle sobre mi segundo encuentro porque no me creería y así evitaría la humillación. 

- ¿Otra vez sopa hija? - dijo mirando fijamente el televisor. 

Si, otra vez el caldo insípido con varios fideos flotando para engañar al estómago, reflexioné en silencio. 

Cociné y comí pensando en la luz.

Mamá me contaba historias sobre la luz mala. Hablaba sobre los gases que salen de la osamenta y repetía que eran espíritus que habían quedado en el camino. Para enfrentarlos había que morder un cuchillo, pero eso era cosas de gauchos, que mucho no entendía. 

Cómo extrañaba a Mamá. 

A la mañana temprano, recibí el reto de Papá sobre lo sucio que había quedado el pasillo del sector siete, que la bolsa de basura estaba desparramada por todos lados y que tuvo que trabajar el doble. 

Ya estaba acostumbrada a sus quejas, pero esta vez sonaba más enojado. 

- ¿Dónde está mamá? - lo interrumpí - ¿se volvió a su pueblo?- le dije mientras me ataba los cordones de la zapatilla sentada en la cama. 

No contestó. 

Dió unos pasos para atrás y se fue a la cocina. Escuché como ponía agua en la pava y prendía una hornalla. Encendió el televisor y corrió una silla que rechinaba sobre el piso. El noticiero del canal local daba el pronóstico del tiempo y Papá reía fuerte con las ocurrencias de “la chica del clima”. 

Cerca del jardín, habían crecido unos zapallos, así que fui a buscar algunos para el almuerzo. 

Mientras cortaba un par de flores para hacerlas en milanesa y acomodaba dos zapallos sobre el suelo, ví en la puerta del cementerio una nena, como de unos siete años, que me saludaba. Contesté con la cabeza, porque no quería que se me acercara. De igual manera lo hizo. 

- ¿Vos vivís acá? 

- Si… 

- ¿Y no te dan miedo las tumbas de noche? 

- No… 

- Yo vengo siempre a visitar a mi mamá. 

Un hombre algo mayor la llamó por su nombre y ella salió corriendo a su encuentro. Me saludó con la mano y suspiré aliviada porque se había ido. 

Seguí eligiendo flores. 

Al volver, Papá no estaba, había dejado el televisor encendido y un cigarrillo dentro del cenicero que se había consumido solo. 

Preparé el almuerzo ,me serví mi porción y dejé el resto sobre la mesa. Papá llegó cerca de la hora de la siesta. No quiso comer y se encerró en su habitación. Levanté todo, porque las moscas ya se paraban sobre el pan rallado. Comenzó a nublarse y a soplar un viento frío.

El tendedero daba vueltas sin parar y fui a sacar las camisas marrones de Papá que amenazaban con salir volando y engancharse en los alambres de púas del campo vecino. 

Al pasar por el jardín, cargando la ropa, noté que desde la tierra se levantaba el resplandor azul que ya conocía. Esta vez, no me asusté. Me acerqué con pasos lentos. Cada vez brillaba más. 

Se prendía y se apagaba como una luciérnaga. 

Cuando estuve a centímetros, Papá salió a fumar a la puerta de entrada. La luz se apagó de repente. Me giré hacia él, tambalee un poco y agarré una camisa en el aire antes que cayera al piso. 

- Hay olor a tierra mojada, se ve que está lloviendo cerca- dijo mientras hacía círculos de humo en el aire. 

Conteste que sí con la cabeza y volví a la casa. Acomodé la ropa en una silla y fui a lavarme la cara al baño. 

Ese día no llovió, pero el viento duplicó su intensidad. 

A la hora de la cena, Papá solo quiso tomar mate cocido y comer un poco de pan. Se fue a dormir temprano. Me quedé en la cocina escuchando la radio con el volumen bajo. 

Ya de madrugada, tocaron a la puerta. Dieron dos golpes secos. Apagué la música y fui a ver quien era. Antes de llegar a la entrada, la puerta se abrió de par en par y no había nadie. Me acerque con miedo, estiré mi brazo hacia el picaporte y la cerré con llave. 

Me refugié en el baño, tratando de pensar que solo había sido la combinación del viento fuerte y una cerradura floja. Me dormí sentada en el inodoro. Después de unas horas, me levanté con las piernas y los brazos entumecidos. Papá seguía acostado. Respiraba de una forma rara. No quise molestarlo y fui directamente a preparar el desayuno. 

Con las tostadas hechas, la mermelada de higo sobre la mesa y el mate cocido humeando, escuché un golpe que venía desde la pieza de Papá. Corrí y al abrir la puerta, lo ví tirado con la cara roja. 

Traté de levantarlo, pero pesaba tres veces más que yo, así que le pedí que como pudiera se incorporara. Se agarró de la madera de la cama y lentamente lo hizo. Se sentó sobre el colchón mientras tosía y escupía unas gotas de sangre sobre el piso. Apoyé la almohada sobre el respaldo para que se volviera a acostar y le avisé que iba a hacer una llamada. 

Llegué casi corriendo al comedor donde estaba el teléfono, y mis dedos temblaban en cada vuelta que daba el disco. 

- No… no sé qué le pasó, lo encontré en el piso…no, no tengo como llevarlo… bueno…lo espero. 

Volví a la habitación y lo ví doblarse hacia adelante como si le doliera el pecho.

El doctor llegó en unos minutos. 

Las distancias en los pueblos son más amables, cuando se trata de situaciones urgentes. 

Lo revisó y Papá se fue tranquilizando de a poco. 

- Va a tener que estar internado uno o dos días…¿sabés querida?... está deshidratado éste hombre… 

El Doctor me pidió ayuda para cargarlo. Con pasos cortos, llevamos a Papá hacia la salida. Lo ayudé a sentarse en el asiento del acompañante (del auto del Doctor) y me acomodé en la parte de atrás. En el viaje hacia el hospital, sólo el Doctor hablaba: sobre la sequía y que este año la soja no iba a repuntar más. Ya en el hospital, una enfermera nos esperaba con una silla de ruedas para que fuera más fácil trasladarlo. 

Lo internaron en una sala común, le inyectaron suero y un tranquilizante. Lo inmovilizaron atando sus muñecas a la cama. 

- ¡Lo conocemos demasiado, nena!… si no hacemos esto, se nos va a escapar. 

Me quedé sentada en una silla plástica al costado de su cama, observando como dormía y se ahogaba con su propia saliva. Las enfermeras iban y venían sin decir una palabra. Le controlaban el goteo del suero, le medían la presión y anotaban todo en un papel. 

Ya de tarde, se despertó algo confundido y secándose la frente transpirada con las sábanas, me pidió de mala manera: que vuelva a casa por su radio “para no aburrirse ahí adentro”. 

Volví caminando por las calles de tierra. 

Llegué sedienta. 

La puerta de entrada se golpeaba y estaban todas las luces encendidas. No recordaba haber dejado todo así. 

Antes de meterme a la casa, agarré una pala de punta que Papá dejaba sobre una pared. 

Cargando mi arma improvisada, recorrí cada rincón y no encontré nada. Fui a colocar nuevamente la herramienta en su lugar, para evitar discusiones sobre no tocar las pertenencias de los demás y ví la luz azul deslizándose con la brisa. Caminé hacia ella, sosteniendo la herramienta con fuerza. 

Entonces, aquella bola brillante comenzó a entrar y salir en la tierra de los rosales, de forma algo violenta. Luego, se esfumó. 

Sin pensarlo, comencé a cavar en el lugar señalado. Rompí cada planta que se cruzaba en mi camino. Luego de unos centímetros me topé con algo duro. Frente a mis ojos había una valija. 

La valija de Mamá.

La reconocí enseguida. Los ojos se me llenaron de lágrimas. La levanté y estaba pesada. Aún así, pude arrastrarla hasta la casa y no me importó embarrar todo. La coloque sobre la mesa y la abrí sin perder tiempo. 

Tuve un ataque de llanto al ver los vestidos que mamá usaba. Esas flores bordadas sobre las telas blancas, rosas y celestes estaban en mi memoria. Revolví y saque unos libros de recetas y algunos de autoayuda, sus anteojos de sol y una libreta con direcciones escritas con birome negra. 

Mamá nunca se había ido. 

Mientras me secaba las lágrimas con mi remera, sonó el teléfono. 

- Venite urgente al hospital, tu Papá tuvo un infarto- dijo el Doctor nervioso. - Me baño y voy- contesté secamente. 

No pretendía apurarme. 

Se me cruzaron malos pensamientos sobre Papá ( de los cuales no me arrepiento). Me prometí que lo iba a enfrentar cuando volviera, que sacaría fuerzas de donde sea para hacerlo. 

Descolgué el teléfono para que no me molestaran y volví a revisar la valija. Había papeles desordenados, una foto de ella sonriendo junto a mi (de cuando era chica) y unos pares de escarpines a medio tejer. 

¿Mamá estaba embarazada? 

Cuando la valija estaba vacía, regresé al jardín. Tenía la esperanza de encontrar algo más, pero al volver a cavar, solo me topé con lombrices y alguna que otra raíz. 

De repente, un ruido familiar retumbó en mis oídos y venía desde adentro del cementerio. Sin perder tiempo, fuí a su encuentro. 

En medio de las tumbas y las baldosas gastadas, la luz azul estaba levitando. Cada vez que me acercaba, se alejaba unos metros. 

Se frenó frente a la tumba del ángel descabezado. 

Papá siempre decía que no había registros en ningún lado para saber a quién pertenecía y que la parte que le faltaba a la estatua se había caído en una tormenta. Las telarañas decoraban una cruz gigante, de donde se sostenía el ángel y los pájaros hacían sus nidos sobre ella. La excusa de Papá para no hacerle el mantenimiento, era que nadie visitaba esa área ya que los que estaban enterrados ahí eran de la época de los fundadores del pueblo. 

La luz comenzó a tomar forma humana. Empecé a distinguir el cabello largo, las piernas, las manos sobre el vientre y por último, la cara de mamá sonriente. Corrí hacía ella para intentar abrazarla, pero me tropecé con una baldosa suelta y caí de rodillas a sus pies. Ella se preocupó al verme y quiso acariciarme el pelo, pero no pudo porque sus manos eran como el aire.

Nos miramos fijamente. 

Le pedí disculpas por haber creído en las mentiras de Papá (que hasta ese momento veía como víctima de un abandono). 

Le dije muchas veces cuanto la amaba. 

Me sonrió satisfecha. 

El sol desapareció en el horizonte junto a ella. 

Lloré desconsolada hasta quedarme dormida sobre su tumba. 

Una mano me tocó el hombro y me sobresalté, poniéndome a la defensiva. Los rayos de luz del amanecer me obligaban a entrecerrar los ojos, pero pude distinguir a un hombre frente a mi. 

- Te estuve llamando por horas, pero se ve que te olvidaste de colgar bien el teléfono - dijo el Doctor de forma sarcástica e hizo un breve silencio - tu papá falleció, lo lamento mucho. 

Me dió unas palmaditas en el hombro y se volvió hacia la salida, mientras me informaba que la municipalidad ya estaba organizando el velorio y que se iba a encargar de todos los gastos.Le agradecí en voz baja. 

Volví a casa a bañarme. 

Cuando la tierra se escurría por la rejilla, mis dedos se volvían brillantes y el shampoo se me metía en los ojos, se me vinieron a la mente las imágenes del último día que había visto a Mamá viva. 

La había abrazado fuerte, mientras le pedía que no se vaya. Recordé que balanceaba la valija en sus manos y con dulzura me mandaba a jugar con mis muñecas. Prometió que volvería en un rato, pero nunca más lo hizo. Papá la esperaba arriba de la camioneta de la municipalidad. El vehículo arrancó y se alejó mientras yo tenía las rodillas sucias y el vestido manchado con mis lágrimas. 

Esa tarde Papá volvió serio. Me mando a lavarme las manos, a comer un poco de pan e irme a dormir muy temprano. 

Le hice caso porque le tenía miedo. 

A la noche,desde la ventana de mi pieza y en total oscuridad, ví a Papá plantando una rosa blanca en el jardín. 

Odie mi suerte por haber descubierto la verdad tan tarde y ya no tener a quien reprocharle este dolor. 

Acomodé la ropa de Mamá de forma prolija en su valija, encima le agregué unas remeras y unos vestidos míos.Agarre un par de cosas que creí importantes y la metí a presión sobre las telas. Cerré las ventanas. Prendí todas las luces. Y me senté a tomar un mate cocido en silencio. El gas de la cocina salía con fuerza, tanto de las

hornallas como del horno. El silencio invadió mis pensamientos. Me abracé a la valija y me quedé dormida. 

Escucho a los del pueblo hablar sobre mí.Algunos dicen:que me ven las noches de luna llena por el camino que lleva al cementerio. Otros, murmuran que suelen encontrarme con la piel quemada caminando entre las lápidas o sentada sobre la tumba de Mamá. 

¡Tantas habladurías, sin fundamentos! - diría Papá. 

Yo sigo en la cocina, viendo como los domingos el cementerio se llena de gente: de nietas con sus abuelos, de madres cargando a sus bebés, a Papá escondiéndose detrás de los muros y a Mamá que viene a visitarme trayendo flores de zapallos recién cortadas .

Paula Dreyer
Paula Dreyer

Soy Paula, una Cordobesa viviendo en Buenos Aires. Guionista, Comunicadora Audiovisual y mamá de tres (de tiempo completo). Amo relatar mis vivencias y crear mundos con mi escritura. Tengo raíces de pueblo que las fusiono con la gran ciudad. Los invito a leerme.

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