La tortuosa rutina

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 «No le encuentro ningún sentido a la vida», dijo Martín para sí mismo, mientras exhalaba el humo del desgastado porro que tenía entre sus dedos, humo que parecía dibujar raras nubes fantasmagóricas, y extrañas figuras espectrales cerca de su rostro, al rondar por sus ojos enrojecidos de irritación, mientras tosía con tos de perro después de cada bocanada que inhalaba. Cada pitada auguraba la destrucción de sus jóvenes pulmones. Daba la sensación, cuando tosía, de que estos iban a salírseles por la mismísima boca. Esto es la paz, pensaba, echado en la hierba en el montecito cercano a su casa —y a todas las casas de aquel casi desértico parajecito rural al que le llamaban pueblo. Así era en aquel entonces Montecampo—, bajo la sombra de un eucalipto de quince metros de altura, contemplaba la absoluta quietud de aquel lugar. «Ningún sentido, no». Y continuó fumando, mientras el sol, debilitado ya por la fuerza inagotable del atardecer, se hundía irremediable en el horizonte, y parecía pincelar con su color los campos cubiertos de trigo, salpicándolos de un dorado cada vez más oscuro que se volvía bermejo. Aquellos campos eran lo poco que Martín, de manera borrosa lograba divisar desde el montecito, por causa de su estado. Fue una pena que ese día estuviera tan drogado, porque esa vista era poética, y así no podía apreciarse, así no podría quedar grabada ni en las retinas, ni en la mente, ni en un cuadro, ni en un cuaderno. Sentía que su mundo se movía, los árboles parecían crecer y decrecer constantemente mientras temblaban con un género de turbulencia casi cronométrico, como si estuvieran bajo el cálculo de la naturaleza, como si poseyeran o fueran poseídos por algún tipo de inteligencia y voluntad. Cada ciertos segundos, con una cadencia que él no lograba precisar, trepidaban, y luego se detenían, aunque todo eso dependía de hacia qué partes él dirigía su extraviada mirada. Y las óperas de las aves, como miscelánea obra musical de zorzales, cotorras, cabecitas negras, jilgueros, gorriones, corbatitas, en una orquesta de pájaros sinfónicos, se confundían con los sonidos de algunas máquinas agrícolas que por la zona pasaban, como de costumbre, dispersando en la inculta superficie de los campos cercanos algún líquido encargado de que las malas hierbas no prosperaran entorpeciendo y malquistando los cultivos, de los cuales dependía el sustento. Y, ciertamente en aquel momento, aquellos segundos en los que Martín reflexionó con toda la lucidez de la que disponía a pesar de su estupefacción, llegó a la profunda conclusión, algo existencialista quizá, de que la vida no tenía sentido, absolutamente ninguno.

     Carolina mantenía apoyada su cabeza de maniquí cerca de la raíz de otro eucalipto, a escasos metros de Martín. Pero ella dormía. A ella, joven, delgada, de tez tan blanca que palidecía con los rayos del sol hasta hacerse casi transparente, la marihuana le sentaba peor. Lógicamente, por cuestiones anatómico-fisiológicas, mucho peor que a él. Unas pitadas y se quedaba dormida, o tal vez se mareaba y vomitaba. Lo mismo solía pasarle con el alcohol, pues si bebía mucho, enseguida tenían que llevarla a su casa vomitando ese líquido trasparente que emanaba olor a alcohol etílico, y en un estado horriblemente degradante para una chica. ¡Cuántas veces la habían llevado a su casa casi en coma alcohólico!, y eso era todo un problema porque sus padres hacían un escándalo insoportable, y toda la casa se convulsionaba y ellos se gritaban cosas hirientes el uno al otro, culpándose mutuamente de las desgracias familiares delante de ella, que, aun en el sopor del vodka, casi siempre los escuchaba, y se sentía responsable de sus discusiones. Al otro día siempre le decían que no saldría más, que era la última vez, que se le terminaba para siempre la joda, que la vida no era eso. Pero luego, cuando se daban cuenta de que no había forma de retenerla en casa, porque no les obedecía, la amenazaban tibiamente con no darle más dinero. Alguna extraña razón hacía que siempre terminaran cediendo, y el ciclo se repetía viciosamente ad infinitum. Escuchaban allí en el monte una música extraña y casi ininteligible con un pequeño parlantito viejo que Martín siempre llevaba en la mochila, se los había comprado a unos jipis que cada tanto montaban una feria en la que vendían cualquier género de extravagancias y cosas inútiles, alrededor del diáfano lago ubicado en el centro del parque de la alcaldía. Esa histérica trampa auditiva dañaba los oídos de cualquier persona adulta o quizá un poco más sensata que ellos, o que de ello se preciara. Pero ellos, tan jóvenes, amaban esos desatinados alaridos como de cerdo que se desangra en agonía. No obstante, aquello era música, y no solo que era música, sino que era la del momento, y como tal, existía la tácita obligación de escucharla. Fumaban marihuana y solían dormirse sin prejuicios ni preocupaciones, y sin molestar a nadie. Eso era, cosas más, cosas menos, lo que hacían casi todas las tardes cuando salían del colegio en aquel pueblo campestre de apacibles paisajes, dotado de llanos bucólicos y ocasos poéticos en los que el horizonte, el sol y la luna lograban congregarse a una formando un espectáculo sobrenatural y mítico, y donde la estadía era de una serenidad tan pacífica que podía volverse a veces perturbadora. Allí, el canto de los pájaros oficiaba de despertador en lugar de los ruidos insoportables de los motores de los buses y las bulliciosas bocinas de todo tipo que en las grandes ciudades contaminan los oídos aturdidos del desdichado género humano.

     Cuando el sol desapareció, cosa que ellos percibieron como un parpadeo, aquel escenario quedó ocupado puramente por la presencia casi estoica e inmutable de la luna y las estrellas, que parecían moverse lentamente, aunque eclipsadas por las altas hojas de los árboles, por lo que el movimiento de estas se confundía con el temblar de aquellas. Y a esa hora, y paseándose por allí la brisa, burlona y suave como una meretriz con clase, no se distinguía si las oscilaciones de la arboleda eran reales o producto de alguna alucinación visual. De todos modos, nada tenía eso de importante, porque lo importante era estar ahí, era ese momento, y a la vez, ese momento no importaba en absoluto, pues la única conclusión seria que sacó Martín de todo aquello fue que la vida no tenía sentido.

     Carolina comenzaba a despertarse, despabilándose lentamente entre bostezos, mientras estiraba los brazos. Era tarde. Abrió sus imponentes ojos verdes, acomodó y sacudió su pelo renegrido, sublimemente hermoso y lacio, que se había enredado entre las hierbas silvestres, y se puso de pie, quitándose aún los abrojos empecinados que llevaba adheridos al jean.

     —Vamos. Me quiero ir a mi casa —dijo.

     —Está bien flaca, andá. Yo me quedo acá.

     —¿Solo? —La muchacha quedó mirándolo horrorizada por la sola idea de que él se quedara sin compañía de noche en aquel lugar. De todas formas, nunca pasaba nada allí en Montecampo.

     —Andá pendeja —le dijo él, como le decía siempre, con un extraño género de cariño que solo ellos entendían, una suerte de código en el que era lícito entre ambos insultarse—, andate vos si tenés tanto miedo, a mí no me va a pasar nada. Todavía me queda otro porro, cuando me lo fume, capaz que me vaya, o capaz que siga acá toda la noche. Andate vos, tranquila.

     —Tu mamá se va a preocupar, Martín. Además mañana tenemos que ir a la escuela. Hay prueba de ciencias sociales ¡tenés que ir Martín!, dale, porfa, vamos, tenés que terminar la escuela, me lo prometiste Martín. ¡Dale!

     —La vida no tiene sentido —sentenció filosóficamente él, y se quedó mirando al cielo, como embobado, ensimismado en la nada. Ignorando a Carolina unos momentos, encendió el otro porro, le dio una pitada profunda, y continuó, luego de exhalar el humo por la nariz—, las ciencias sociales tampoco, no voy a dar la prueba. Que la chupe el pelado inútil ese, se cree que es mejor que yo porque es profesor, y es profesor porque no sirve para otra cosa, como todos los profesores. Ja, ja.

     Carolina enmudeció de ira, él sabía que le estaba hiriendo el corazón, porque ella le había hablado en varias oportunidades sobre su sueño de ser profesora de geografía. Recogió su mochila y se fue, algo mareada, golpeando con sus pasos fuertemente el césped y las ramas en señal de desaprobación de lo que él hacía, espantando a las aves, cuyos aleteos se oyeron al unísono como el sonido de un gigantesco abanico, como quien se va pegando un portazo. Ella era aplicada y responsable en el estudio, se lo tomaba con la seriedad que ameritaba. «A la vida hay que tomársela en serio», solía decirle a Martín, quien parecía vivir abstraído de todo y ensimismado en su extraño mundo. Y, a pesar de darse a largas tardes echada con él en la hierba fumando marihuana y practicando la filosofía de la observación pasiva de las cosas, no soportaba cuando se ponía así. Según ella, se ponía como un estúpido. A veces no quería hablar con él por algunos días, pero después se lo encontraba en la escuela y era imposible no entablar algún tipo de conversación.

     Llegó a su casa sobremanera airada y se encerró en su habitación porque quería estar sola. La pieza estaba ubicada en el primer piso de aquel modesto chalé de refulgentes ladrillos a la vista y relucientes tejas ocre, que su padre pintaba meticulosamente todos los años. La vivienda era distinguible desde lejos por el gran portón bordó del garaje donde guardaba su padre, además de la camioneta, las herramientas de trabajo. Ella dormía en la pieza que había sido de su hermana en tiempos pretéritos, pretéritos porque a pesar de tener apenas diecisiete, su infancia se le hacía tan lejana que parecía producto de alguna vida ajena. Subió la escalera poseída una bronca que le recorría todo el cuerpo, pisaba fuerte los escalones como si Martín aún estuviera frente a ella. Su padre, buen hombre, quiso saber qué le pasaba, indignado con la actitud irrespetuosa de ella, que había entrado ignorándolos. Pero su mujer lo detuvo en seco, poniéndole un brazo delante del pecho e impidiéndole el paso, cuando él ya se había levantado del sofá con intención de golpearle la puerta de la habitación y preguntarle qué le pasaba. «Es adolescente, deben ser cosas de adolescentes, y además, de mujeres. Después hablo yo con ella, dejala», le dijo. Él, varón cano, de bigote ceniciento, rostro moreno y arrugado además de reseco por los años, de saltones ojos verdes, vientre pronunciado y manos desgastadas por la noble labor de la albañilería, miró a su esposa seriamente y le dijo, con voz firme: «hacé lo que quieras María, me tienen podrido ella y vos». María era una mujer baja de estatura pero de elevado espíritu, le cubría el alma una tez morena arrugada, su rostro estaba percudido por la amargura, sus manos eran suaves como el algodón pero fuertes como el roble, era corpulenta de silueta y tenía los ojos igual de morenos que la piel. Demudó atrozmente el rostro por la profunda ofensa recibida, se mordió tan fuerte los labios para no insultar a su marido de arriba abajo, que hasta se hizo un pequeño corte, y se fue a lavar los platos frenéticamente, de manera enfermiza, como descargando su ira en una suerte de catarsis de lavabo, sumándosele enojo sobre enojo al tener que lavar la vajilla en el baño por algunos arreglos que su marido lentamente estaba realizando en la pileta de la cocina. Mientras lavaba los vasos y los platos pensaba en los insultos que según ella merecía Héctor. Canalla. Infeliz, amargado, hijo de puta, igual que la bruja de la madre, pensaba. Por qué no me habré divorciado, se decía furiosamente en su interior mientras desgastaba la esponja contra un vaso de vidrio que ya había lavado más de cinco veces y que no resistiría sin hacerse trizas mucho tiempo más en sus manos trémulas. Cuánto se arrepentiría pocos días después, de todos estos pensamientos que desfilaron en su turbada mente por aquel entonces.

  Héctor pasaba esa noche el rato insultando a los políticos que aparecían en la televisión, sin importarle haber ofendido a su mujer, y sin intención alguna de remediar la situación que para ese entonces se había vuelto tan normal como respirar. Estaba resignado a que la vida fuera eso. Se trataban así, ya estaban acostumbrados. «Ah, ahí está el hijo de puta ese —decía cuando un conocido político estaba a punto de dar un discurso—, cambia de partido a cada rato el forro, cómo nos roban la guita estos tipos, somos unos boludos los que laburamos, mantenemos a toda esta manga de vagos hijos de puta, la puta que los parió». Luego se sirvió un vaso del vino tinto que le gustaba, y, cuando estaba a punto de beberlo, miró su mano derecha y notó que le temblaba copiosamente. No, me tengo que tranquilizar un poco, pensó. Así me va a agarrar un infarto en cualquier momento, ya me lo dijo el doctor. Lo bebió, de todos modos, y se fue a la cama solo. María iría más tarde, como de costumbre, cuando él ya estuviera profundamente dominado por el fortísimo sueño producto de una dura jornada laboral, como lo eran todas. De este modo evitaría ella, no solo la esporádica actividad marital, cosa que últimamente le causaba repulsión, sino también hablar de los temas importantes. Como por ejemplo, lo que pasaba con su hija adolescente.

Emanuel Bibini
Emanuel Bibini

Soy de Alberti, nacido —el 27 de enero de 1994—y criado, Provincia de Buenos Aires, Bachiller en Arte por la escuela Secundaria 3 "Movimiento arte concreto invención". Publiqué 5 libros: (Escritos de noche, reflexiones y poemas de un obsesivo), (Relatos Apocalípticos, 30 historias trágicas), (El hilo plateado de la muerte), (Tristísima comedia), y (21 de septiembre, el pueblo de los tiranos).

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