Sólo duró menos de una fracción de un ciclo lunar el sueño secreto.
Pero fue suficiente.
En el rincón más claro del andén
yacía erguida como una sombra roja.
A esas alturas, era imposible pedirle a la lluvia que no moje,
aún así, resistía a creerlo.
Era la hora en que siempre la punta de su nariz
se teñía de extraños colores del atardecer,
todos los tonos anaranjados de un ojo iracundo,
de una encía abotagada de sangre luego del banquete.
El vuelo de la culpa aún no revoloteaba cerca,
de todos modos,
¿por qué habría de visitarla?
Ella sólo tomó el corazón en sus manos,
y temerosa y obediente
lo devoró lento al principio
(Flaubert miraba a través de las barras de su dolor en la oscuridad)
luego quedo, pero desesperada
como el final de un libro.
No sentía cambio alguno,
y eso la aliviaba,
aunque le era irresistible recorrer con su mirada
cada surco de su mano derecha.
Quizá era idea suya,
pero la cruz mágica que orgullosa llevaba en su dedo del sol
ya no estaba.
Spleen del mas enfermo.
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