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Oct 2022-Emanuel Bibini

El hilo plateado de la muerte
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Mi nombre es Atsúb Levád, y narraré la historia de mi desgraciado —o afortunado— viaje, como el lector prefiera interpretarlo. Solo sé que viajes como ese se dan una vez en la vida, y mi experiencia en él, tanto con la vida como con la muerte, fue tan intensa que decidí contarla en este libro. 

La noche del vuelo desde Roma a Tel Aviv, el martes 27 de enero del año 2032, fue demasiado corriente. Las ansias por llegar a Israel eran las mismas de siempre, y felizmente viajaba en ese avión, a pesar de la aversión que siento por los mismos. Siempre les tuve miedo; pero, cuando se trata de viajar a Tierra Santa, el miedo es un obstáculo que debe ser superado. Puede quedar a un lado solo por el hecho de lograr un objetivo; pero el objetivo, para poder vencer al miedo, debe ser más noble que este. Puede ser anulado o reprimido (o simplemente enfrentado) por un fin mayor, y en este caso el fin mayor era ese: llegar a Israel. Allí me esperaban, además de mis amigos, los hermosos lugares de siempre, como la ciudad vieja de Jerusalén, lugar de culto de las tres religiones monoteístas más importantes del mundo (judaísmo, cristianismo e islam). En estas cosas venía pensando en el avión. ¿Cómo estaría el muro?, ¿cómo estaría el Monte del Templo?, ¿y el Santo Sepulcro? Mientras estas cuestiones ocupaban mi espíritu, sentí el modo en que el avión se sacudió y pensé que mi vida quedaría sepultada en algún lugar del mar Mediterráneo. Todo comenzó a temblar —incluido yo, sobretodo yo— y, a decir verdad, aquello se trató de una gran turbulencia. Recuerdo la voz del piloto: “Señores pasajeros, estamos atravesando una zona de turbulencia”, y sentí el deseo de responderle: “¡Menos mal que nos avisa!”. Recuerdo los gritos de la gente que pensaba que el avión se caería. Yo también lo pensé, pero mis cuerdas vocales quedaron paralizadas, no podía siquiera gritar. Cerré los ojos y todo ese caos solo duró unos segundos. Luego vi gente que lloraba y rostros aterrados. El avión no se había caído al Mediterráneo. Habíamos salvado  nuestras vidas, en medio del espanto. Afortunadamente no había nadie herido. Mi corazón latía con tal potencia que parecía salirse de mi pecho, debido a esa extraña sensación de estar vivo después de un gran peligro. Siempre he pensado que cuando uno se sube a un avión de alguna manera entrega su vida. Y eso es porque solemos creer que somos dueños de nuestras vidas; y, en cierto punto, tal vez lo seamos. Pero ¿somos dueños de nuestras muertes? 

Le pedí a la azafata que pasaba siempre cerca de mi butaca —durante las horas de vuelo de Roma hacia Tel Aviv— un vaso de vino, pues dicen que este, en su justa medida, fortalece. Ya faltaba realmente poco para aterrizar en el aeropuerto David Ben Gurión. Me fui calmando a medida que los minutos pasaron, y disfruté de aquel vaso de vino antes de aterrizar. El vuelo llegaría el miércoles 28 de enero, a las 15:00 h, y todo salió según lo programado. Excepto porque allí en el aeropuerto la cosa se me hacía extraña. Aquel maravilloso aeropuerto parecía un lugar fantasma, prácticamente vacío. Ninguno de mis amigos me estaba esperando, y el sitio lucía viejo en comparación con lo moderno que lo había visto otras veces. A estas cosas no presté demasiada atención. Tomé un taxi y me dirigí hacia un hotel cercano al mar. Llegué al hotel a eso de las 19:00 h. Veía el mar desde la ventana y había algo extraño en él. No tengo idea de qué se trataba. Sabía que debía pasar tres días en Tel Aviv y luego moverme a Jerusalén. Verdaderamente, ansiaba ver aquellos santos lugares, los cuales ya extrañaba. Si bien no es necesario que nadie se mueva de su casa para ser espiritual, para cierta gente —entre la que se encuentra quien narra la historia— hay lugares que hacen bien al alma. Uno de esos lugares, sin dudas, es aquel pequeño pero hermoso, místico y heterogéneo territorio.  

Israel es un país chico en dimensión, pero enorme en diversidad cultural, tecnología, historia y, por supuesto, religión. Algunas de estas cosas pueden parecer antagónicas, pero allí todo esto convive. Es un país que prospera económicamente y aventaja grandemente a sus vecinos, incluso aunque muchos de ellos cuenten con un recurso del que Israel carece: el petróleo. A los árabes, por tanto, y a los persas (Irán) el oro les vino desde el suelo. No sucedió así con el país hebreo, y por eso no le quedó más remedio que poner todo su empeño en el progreso tecnológico; así, llegó a ser uno de los países pioneros en lo que a innovación atañe, y la principal base de su economía es la exportación de alta tecnología. Pues la tierra en la que fluían leche y miel era, hasta 1948 (año en que se declaró la independencia del Estado moderno de Israel), desértica y pantanosa. 

Me dirigí hacia allí con la intención de pasar unas lindas vacaciones (como anteriormente lo había hecho), y para nada esperaba lo que habría de suceder después… Pero no quiero adelantarme en este relato, pues ya tendrá el lector tiempo para saber lo acontecido luego. Mientras tanto, diré que no fueron las vacaciones convencionales que yo esperaba que fueran; es decir, unos días para despejarme de todo y olvidarme de Argentina y sus convulsiones políticas, que tienen cansados a los ciudadanos, que viven discutiendo idioteces y nunca dan soluciones. Pero en esto no conviene que me extienda, pues no hace al relato. 

El día anterior a partir hacia Jerusalén, estuve quieto en el hotel, solo bajé a la recepción para tomar whisky. Luego de varios vasos, debo confesar, me embriagué lo suficiente como para volver a la habitación a dormir. Ya en la cama, acostado, veía al techo dar vueltas. Pensaba en qué extrañas vacaciones eran aquellas. Y aún no había podido dar con mis amigos. Sus contactos no figuraban en mi teléfono celular y eso se lo atribuí al hecho de estar en otro continente —esto puede leerse como una necedad, pues, tanto en Asia como en América, internet es internet—. 

Lo bueno de hablar algo de hebreo es que no tuve problemas para desenvolverme con los israelíes —tanto árabes como judíos, y los cristianos que viven allí—, siempre muy amables. Porque, a pesar de saber algo de inglés, en el país del hebreo prefiero hablar esa hermosa lengua ancestral. Pero, de encontrarme con turistas de lugares que no fueran de habla hispana, el inglés era la opción principal —y lo sigue siendo, aunque no creo que el español tenga algo que envidiarle—. 

Todo parecía vacío, como si fuera yo el único turista. Y tal vez lo era. Todo se me figuraba extraño. ¿De qué me estaba perdiendo? Yo sé que en un lugar tan particular las vacaciones nunca pueden ser convencionales, pero… estas lo eran menos. 

Emanuel Bibini
Emanuel Bibini

Soy de Alberti, nacido —el 27 de enero de 1994—y criado, Provincia de Buenos Aires, Bachiller en Arte por la escuela Secundaria 3 "Movimiento arte concreto invención". Publiqué 5 libros: (Escritos de noche, reflexiones y poemas de un obsesivo), (Relatos Apocalípticos, 30 historias trágicas), (El hilo plateado de la muerte), (Tristísima comedia), y (21 de septiembre, el pueblo de los tiranos).

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