VIII

Abr 2023-Emanuel Bibini

El hilo plateado de la muerte
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Al primero que reconocí rápidamente en el lugar, de todos los que se acercaron, fue al genial maestro cabalístico al cual se le atribuye la autoría del Zohar, “el libro del resplandor”, rabí Shimón Bar Iojái, que tuvo que soportar en una cueva el asedio romano. Mientras yo (o mi alma) estaba a una altura considerable, él elevó su mano y se generó un hilo de plata que sostuvo mi alma a mi cuerpo sin dejar que se elevase demasiado. Esto, según los cabalistas, es lo que sucede mientras dormimos: el alma es sostenida al cuerpo por un fino hilo. Por eso se considera en el judaísmo que cuando uno duerme el alma sale del cuerpo, lo cual implica la muerte, y se resucita cada mañana.  

Mientras veía que rabí Shimón sostenía el hilo plateado, me bajó repentinamente de aquellas alturas hacia las cuales me estaba elevando… aunque más me hubiese valido quedarme en aquellos etéreos lares en lugar de volver a la tierra calamitosa de siempre. Aunque aquello parecía distinto. Mi alma, entonces, descendió. Pero mi voz no se oía; intenté gritar, pero nada salió de mi boca. Es que mi boca estaba muerta junto con mi cuerpo. Rabí Shimón no me decía nada. Pude ver mi cuerpo y cerciorarme de que había muerto producto de la explosión, tenía una gran herida en el pecho. Me lamenté por mi cuerpo muerto, pero mis lamentos no eran oídos. Pasé a ser un verdadero espectador. 

Antes de aquello, yo pensaba que morir podía ser el alivio de muchos males, pero nunca me imaginé las cosas que habría de ver y de oír. Esto era extraño, puesto que mis ojos y mis oídos habían perecido con mi cuerpo, lo que demuestra que los sentidos van más allá de lo natural en la cuestión metafísica. Es decir, si se usan los sentidos para percibir, ver, oler, tocar, degustar u oír, y todos estos se encuentran ligados al cerebro, ¿qué sucede con el alma, que se vuelve más perceptiva aun luego de salir del cuerpo? Aparentemente, los sentidos (ya no físicos) se vuelven más agudos y elevados.  

La Jerusalén de oro de repente se tornó verde. Todo se volvió una pradera y, donde estaba el sagrado Monte del Templo, se reconstruyó (ya que el lugar es el mismo) el famoso Monte Moriá, donde Abraham ofreció a su hijo Isaac en sacrificio — se detuvo antes de sacrificarlo por orden del cielo, pues el sacrificio ordenado era solo para que Abraham mostrase su fe— . Discúlpeme el lector por mezclar a veces los nombres hebreos con los españolizados —aunque Abraham se dice igual—, pero temo que, en algunos casos, por ser fiel al idioma original no se comprenda de lo que hablo. Y tampoco quiero que, por desear que se entiendan en español, se pierdan de vista los verdaderos nombres en hebreo. Por tanto, en este relato encontrarán nombres hebreos en hebreo —valga la redundancia— y también nombres hebreos españolizados. Pero no pretendo aburrirlos con estas minucias, no sea que se pierda el hilo del relato.  

Mi alma descendió, pues, hasta estar a pocos metros del gran maestro cabalista, aunque el tiempo y el espacio se tornaron confusos. Miré a mi izquierda y había unos pocos, miré a mi derecha y había multitudes. Rabí Shimón evidentemente me veía, veía mi alma, virtud que no poseen todos los mortales. Caminó y, mientras él caminaba, mi alma lo seguía, sin tener que hacer yo ningún esfuerzo. Es que los muertos ya no hacen esfuerzo alguno por nada. Dejé de ver aquel hilo de plata, que se tornó invisible delante de mí; pero por alguna razón — sobremanera misteriosa— mi alma expectante seguía al gran maestro. 

Si ya desde el vuelo todo parecía extraño (desde aquella turbulencia), no puedo decir ahora que estos acontecimientos que estaba presenciando me extrañaran. Cada tanto, mientras rabí Shimón caminaba y mi alma lo seguía pegado a él, recordaba yo a aquellos terroristas, especialmente a los que les había dado muerte con la pistola. Sus rostros no se borraban de mi memoria. Veía sus caras llenas de odio mientras intentaban asesinarme, pero también veía la doliente agonía de sus cuerpos mientras abandonaban el mundo, sus desgarradores gritos de dolor y los sangrientos charcos que dejaban mientras se desangraban sin remedio. Matar no es lindo, incluso si se hace por una causa justa. Matar es la muerte, y el asesino muere un poco cada vez que mata. Creo que si existiera una forma de defenderse que no fuera a través de la violencia (y no es que no la haya, es que no se estima, y es a veces inviable ante el fundamentalismo) solo un necio se atrevería a matar. 

Rápidamente se sumó otro acompañante a tal extraña caminata; andábamos sobre las antiguas praderas, antes de que el rey David fundase Jerusalén. Aquello parecía un viaje en el tiempo. El que se sumaba era, pues, aquel a quien los judíos llaman Moshé rabenu (“Moisés, nuestro maestro”, para que se entienda). Aquel Moisés que, luego de las diez plagas que cayeron sobre Egipto, guio a los israelitas a través del desierto y los soportó cuarenta años (porque no contentaban a Dios en todo lo que hacían); luego de eso, pudo ver la tierra prometida desde lejos, pero no entrar. 

Comenzaron estos dos maestros espirituales un coloquio del que fui testigo. Todos saben que Moisés fue —además de lo antes mencionado sobre el éxodo— quien recibió las tablas con los diez enunciados, que fue uno de los primeros códigos éticos de la humanidad, y de los mejores —sino el mejor—. Algunos místicos dicen que rabí Shimón bar Iojái fue la reencarnación de Moisés, y que El Arí (rabí Itzjak Luria Ashkenazi), la de Shimón. Esto lo encontré difícil de creer, pues ambos, Moisés y Shimón, conversaban sobre elevadas cosas espirituales. No sé si la misma alma puede dividirse, algunos dicen que sí. En mi caso, mi propia alma era una. Pero si mi alma se hubiese dividido tampoco podría yo saberlo, pues en el caso de que así fuera, el que narra la historia es esta parte de mi alma. 

Comenzaron ellos hablando del principio, de aquel tóhu vabóhu (“caótico y desolado”). En un momento sentí, como en El Aleph de Borges —vale decir que la álef es la primera letra del alfabeto hebreo—, que todos los tiempos y todo lo que existe estaba contenido en una sola unidad. Esto es difícil de explicar, y no sé si puedo explicar algo que yo mismo no entendía, mas eso es lo que sentí cerca de estos maestros. El tiempo no existe, eso ya lo confirmó la física. Ahora bien, ¿qué decir del espacio? Fui llevado a un lugar en donde no se veía luz, donde todo era oscuridad. Allí hablaron ellos de cómo todo fue tomando forma, y cómo del caos se generó el orden perfecto de la naturaleza, el universo, las galaxias y nuestro sistema solar. De esto, deduje que siempre al orden lo precede el caos, y que no puede haber orden donde antes no hubo caos. Aunque, por lo visto en la guerra, también luego del orden puede reinar el caos, como en una misteriosa forma cíclica de los tiempos. Y nadie sabe qué pasa más allá de la dimensión física —aunque yo me encontraba en otra—, pero Salomón dijo que no hay “nada nuevo bajo el sol”. Por esto, pienso que la historia humana —y la historia en general— tiende a ser cíclica, como un círculo sin fin. Mas también, pienso que en algún momento ha de finalizar —y en esto me contradigo—, pues todo ha de acabarse en algún momento, aunque esa conclusión sea la eternidad misma. La eternidad no podría ser medida en tiempo; no podría, por tanto, tener un comienzo, y como no ha tenido comienzo es imposible que tenga fin. No pretendo comprender todas estas cosas. 

Emanuel Bibini
Emanuel Bibini

Soy de Alberti, nacido —el 27 de enero de 1994—y criado, Provincia de Buenos Aires, Bachiller en Arte por la escuela Secundaria 3 "Movimiento arte concreto invención". Publiqué 5 libros: (Escritos de noche, reflexiones y poemas de un obsesivo), (Relatos Apocalípticos, 30 historias trágicas), (El hilo plateado de la muerte), (Tristísima comedia), y (21 de septiembre, el pueblo de los tiranos).

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